Alguna vez conversaba con la lavandera de mi barrio: una señora pobre, sin educación ni cultura; mulata y de dócil carácter. Ella vivía un drama a diario: gastaba mucho en detergentes porque no le duraban.
La lavandera hacia todo lo que decía en la funda: ponga la ropa y agregue el detergente; las instrucciones más sencillas del mundo, según ella. Pero la pobre, que aduras penas sabía leer, nunca echaba la medida correcta. El empaque claramente decía: una medida; pero mi queridísima lavandera, en su afán de hacer mejor las cosas, no comprendía como una sola medida de jabón para ropa, podía limpiar 10 libras de ropa. Ella siempre echaba 4 medidas en cada lavada. Jamás le iba a alcanzar el detergente.
Ella es una ecuatoriana (y entiéndase latinoamericana). Mi querida lavandera representa el espíritu mismo de estas cálidas tierras, acá donde las instrucciones están demás.
Es de observar a nuestro alrededor: ¿cuántos taxistas respetan las señales de pare? ¿Cuántos buses se detienen en una luz roja, o recogen pasajeros en las respectivas paradas? ¿Cuántas lavanderas agregan las medidas exactas de detergente a la lavadora? ¿Cuántos tenderos respetan el precio oficial de la botella de coca cola? ¿la respuesta?: ninguno.
Son cosas tan sencillas, cosas que parecen insignificantes pero que, a la larga, son lo que hace la diferencia entre nosotros, y el primer mundo.
Ayer cometí el error de ir al banco (banco un lunes, solo un imbécil como yo). Había tanta gente en la agencia bancaria a la que asistí, que la cola se salía del lugar. Resignado tuve que hacer fila para poder pagar mis deudas, si no la señorita del “call center de morosos” iba a seguir atormentándome con su vocecita de "meteriza de linea para adultos".
Una hora después de estar parado esperando mi turno, cuando ya solo faltaban 4 personas para que me atiendan, un imbécil llego a la fila, se puso delante mío y empezó a sacar sus papeles para hacer sus pagos.
Con la mayor compostura que pude, le pedí amablemente que se retirara de la fila, que ese era mi puesto, “el señor me había guardado el puesto”, respondió.
Lo único que puedo decirles es que después de la “señora puteada” que le metí, el guardia de la agencia me pidió que me retirara del lugar. Me negué. Tuve que calarme al imbécil de enfrente, insultarlo los siguientes 15 minutos que estuvimos en la fila (solo para ver si se animaba a pelear, de alguna manera tenía que desquitarme), para ver si se iba. Pero no. El engendro ese pago sus deudas antes que mi, y salió corriendo del banco.
Es algo tan sencillo: respetar la fila, hacer lo que dicen las instrucciones, respetar las señales. Son cosas que mejoran la calidad de vida, acciones minúsculas que generan cambios gigantescos en nuestro diario vivir.
Pero no se puede cambiar la forma de pensar de las personas, no después de 500 años hacer lo que nos viene en gana. No importa cuánto yo le explique a mi lavandera acerca de partículas, oxigeno y jabón en el detergente, para ella una medida, jamás será suficiente.
La lavandera hacia todo lo que decía en la funda: ponga la ropa y agregue el detergente; las instrucciones más sencillas del mundo, según ella. Pero la pobre, que aduras penas sabía leer, nunca echaba la medida correcta. El empaque claramente decía: una medida; pero mi queridísima lavandera, en su afán de hacer mejor las cosas, no comprendía como una sola medida de jabón para ropa, podía limpiar 10 libras de ropa. Ella siempre echaba 4 medidas en cada lavada. Jamás le iba a alcanzar el detergente.
Ella es una ecuatoriana (y entiéndase latinoamericana). Mi querida lavandera representa el espíritu mismo de estas cálidas tierras, acá donde las instrucciones están demás.
Es de observar a nuestro alrededor: ¿cuántos taxistas respetan las señales de pare? ¿Cuántos buses se detienen en una luz roja, o recogen pasajeros en las respectivas paradas? ¿Cuántas lavanderas agregan las medidas exactas de detergente a la lavadora? ¿Cuántos tenderos respetan el precio oficial de la botella de coca cola? ¿la respuesta?: ninguno.
Son cosas tan sencillas, cosas que parecen insignificantes pero que, a la larga, son lo que hace la diferencia entre nosotros, y el primer mundo.
Ayer cometí el error de ir al banco (banco un lunes, solo un imbécil como yo). Había tanta gente en la agencia bancaria a la que asistí, que la cola se salía del lugar. Resignado tuve que hacer fila para poder pagar mis deudas, si no la señorita del “call center de morosos” iba a seguir atormentándome con su vocecita de "meteriza de linea para adultos".
Una hora después de estar parado esperando mi turno, cuando ya solo faltaban 4 personas para que me atiendan, un imbécil llego a la fila, se puso delante mío y empezó a sacar sus papeles para hacer sus pagos.
Con la mayor compostura que pude, le pedí amablemente que se retirara de la fila, que ese era mi puesto, “el señor me había guardado el puesto”, respondió.
Lo único que puedo decirles es que después de la “señora puteada” que le metí, el guardia de la agencia me pidió que me retirara del lugar. Me negué. Tuve que calarme al imbécil de enfrente, insultarlo los siguientes 15 minutos que estuvimos en la fila (solo para ver si se animaba a pelear, de alguna manera tenía que desquitarme), para ver si se iba. Pero no. El engendro ese pago sus deudas antes que mi, y salió corriendo del banco.
Es algo tan sencillo: respetar la fila, hacer lo que dicen las instrucciones, respetar las señales. Son cosas que mejoran la calidad de vida, acciones minúsculas que generan cambios gigantescos en nuestro diario vivir.
Pero no se puede cambiar la forma de pensar de las personas, no después de 500 años hacer lo que nos viene en gana. No importa cuánto yo le explique a mi lavandera acerca de partículas, oxigeno y jabón en el detergente, para ella una medida, jamás será suficiente.
increíble...
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