sábado, 31 de diciembre de 2011

Se acabó

El ímpetu y los fuegos artificiales, el olor a pólvora y champaña, el niño que grita porque se quemó los dedos y la abuela que llora porque toda la familia está junta.

Los saludos de los amigos, la indirectas de tus ex, los mensajes de cariño y las putas cadenas en los celulares. El cielo parce un Pollock barato y esquivas las "esquirlas" que producen las camaretas.

Abres una botella de whisky esquivas las preguntas de siempre: ¿cuando presentas a las novia? ¿Por qué te has engordado? Esquivas también las responsabilidades y sugieres usar platos desechables para no lavar más tarde. Se niegan.

Los vecinos imaginan que son ingenieros de la NASA lanzando la última misión a la luna mientras envían cohetes de poca monta al cielo, adornando ese Pollock barato.

Las radios gritan empezando una cuenta regresiva mientras que la familia se alista con todas las cábalas que alistaron durante todo el día mientras sorteaban el tráfico de estas fechas; por un momento recuerdas que debes vestir la sonrisa hipócrita para saludar a los vecinos a los que siempre les negaste el parqueo, a los contactos del celular que mantienes por compromiso o necesidad, todo mientras la cuenta regresiva se aproxima al cero.

Las redes celulares se saturan y los mensajes que guardas estratégicamente para el final del día, eso que envías a los que de verdad te importa pero con quienes jamás tendrás el coraje de pasar la noche de fin de año, no se envían: las compañías celulares colapsaron porque a todos les pico la nalga de desearas el bien a último momento.

Por un instante recuerdas que en alguna parte del mundo hay una familia que no tuvo que comer y otras tantas que pasan en hospitales y sal de velación porque, te das cuenta, los días son solo días, una perpetua cascada de puestas de sol que no respetan la voluntad de 6 billones de personas.

Con los tuyos gritas como si el país hubiese ganado el campeonato mundial de fútbol pero te das cuenta que después de tanto fulgor, pólvora y saludos, la noche sigue siendo noche y que por más que la comida de mamá sepa a gloria, tu sigues acá atorado en la eternidad, gastando los segundos sin saber porque, pero deseando tener alguien al lado con quien gastarlos. Alguien y no un puto vaso de whisky. SALUD

jueves, 29 de diciembre de 2011

Excusas

Odio la navidad o al menos la navidad que pregonan e intentan vivir. La navidad es regalos y punto. Me resulta ingenuo pensar en alguien que no lo crea, pero claro, casi todos lo niegan y es normal, porque nos encanta hacernos los dignos.

La navidad y el año nuevo son las excusas perfectas que tenemos para coger el valor suficiente para cometer los errores que durante todo el año no pudimos. Puede ser el frenesí de la época, el tráfico insoportable o las ofertas que a uno lo aturden y termina endeudándose, comiendo y bebiendo de más.

Sí, los almacenes, comercio y restaurantes se aprovechan de nuestras ansias de error y nos ofrecen todo a módicas cuotas, facilidades de pago y gangas para que vayamos, compremos, comamos, disfrutemos. etc.

Pero más allá de todo es, de nuestra faceta de víctimas del sistema, estas fechas nos encantan porque son la excusa perfecta para llamar a esa persona a la que siempre deseaste hablarle pero no tenías porque hacerlo; es el momento ideal para comprar eso que siempre quisiste pero que el temor al "¿qué pasaría sí?", no te dejó; son las fechas en las que abrir una botella con tu amigos cobra sentido, es la justificación perfecta para amanecerte con esos que no has visto durante tanto tiempo.

Es esa época en la que un regalo insignificante u opulento, puede envolver todo eso que significa alguien para ti; es esa época donde un presente puede significa "perdón" y solucionarlo todo.

De alguna forma esa sensación de que las cosas llegan a su fin -así se el año- nos hacen sacar esos impulsos que tenemos reprimidos y, como debería ser, llevarnos por esa voluntad nuestra.

A nosotros lo que nos falta es excusas para hacer las cosas, porque somos incapaces de hacer las cosas por voluntad propia. Uno encuentra en el alcohol, la premura y el caos de diciembre ese justificativo que durante 360 buscamos para decir: "al carajo, equivoquemos de una vez por todas".

Y no hay acierto más grande que un error: felices fiestas ¡salud!  

jueves, 22 de diciembre de 2011

365 días

De alguna forma estamos fascinados con esto del fin del mundo. De acuerdo con el calendario Maya - ese tan berreado - a partir de ayer sólo nos quedan 365 días de vida, un año, miles de horas que como todos los años, pasaran en un abrir y cerrar de ojos.

Me da tato miedo lo que sucederá este año: los publicistas se aprovecharán de este "hecho" para meternos productos hasta por el orificio rectal y la gente pasará haciendo chistes de sobre lo poco que les queda de vida. Los más vivos inducirán el miedo en jovencitas para así poder conseguir que les abran las piernas y las compañías de tarjetas de crédito no paran de babear con las cantidades de dinero que próximo año recibieran de quienes temerosos comprarán desaforadamente con la esperanza de que el 21 de diciembre del 2012, el mundo llegue a su fin y ellos no tengan que pagar todo lo comprado y consumido. Yo por mi parte, ahorraré.

De todas formas "el fin del mundo" es algo para lo que los ecuatorianos (y latinoamericanos) ya estamos entrenados: de existir un infierno de seguro es un lugar en donde a todos lados hay que hacer fila y cuando llegas a la ventanilla para que te atiendan, el funcionario-demonio se ira a almorzar.

En el infierno la música de fondo es Arjona feat. Aventura y las paredes están llenas de frases motivaciones escritas por Paulo Coello y Carlos Cuatemotch; además hace unos 40 grados con humedad. Será lo mismo a subirse en un taxi guayaquileño, ese en el que el conductor solo conversa de lo motivado que esta después de leer un libro de auto-ayuda y en la radio se alterna música entre baladas y bachata; por supuesto, no tiene acondicionador de aire.

A tan sólo 365 de que el mundo se acabe, si es que en realidad se acabará, uno se da cuenta que ha pedido por esa fecha durante toda su vida: al fin y al cabo el mundo es un lugar horrible, en especial si vives en una parte donde ahorras lo suficiente para comprarte algo que a las dos semanas sube de precio o se agota; es el mismo lugar donde el gobierno da "educación gratuita" para así engañar al pueblo con que está siendo educado.

Pa mi el mundo terminó el 14 de mayo de 1998, el día en el que el último capitulo de Seinfeld fue transmitido, y si no terminó ese día fue el principio del fin: después de eso empezó a llegar toda esa mierda que hoy tenemos en la televisión y "cultura".

A mi lo que me pesa es que aún tendremos 365 días más de radios pasando Justin Bieber y Arjona, 8760 horas de noticias sobre Snooki y 525,600 segundos más de escándalos políticos, corrupción y violencia tan característica del siglo XXI, eso y uno que otro tirano-dictador muerto (que ya no es novedad).

Los más positivos e ingenuos dirán que son 365 días para aprovechar y vivir al máximo; lo cierto es que los intereses de las tarjetas de crédito están tan altos que tenemos que vivir al mínimo (gasto) y al fin de cuentas, con la soga al cuello por tanta "inversión", rogarás que el 21 de diciembre la tierra se cuartee y nos trague a todos. Eso sí, sí el infierno es ese lugar en el que "las pesadillas se hacen realidad", de nada te servirá haberte muerto porque el portero del averno será un cobrador de intereses.

*cuando termines de leer descubrirás que sólo te quedan 364. ¡Viva!, ya desperdiciamos uno más. ¡Salud!

viernes, 9 de diciembre de 2011

Aplausos

El otro día cenaba en un restaurante elegante. Para entretener a los comensales, al dueño del local  no se le ocurrió otra idea de poner un DVD de Andrea Bocceli a todo volumen. Al escuchar los tonos que alcanzaba este señor entendí el porqué de su fama. Muy aparte ser ciego, él es un artista, un tipo que justificó su existencia dándole al mundo una cátedra de como se canta. 

Sólo un par de días antes, uno de esos programas de variedades de la televisión nacional mostraba a un niño mongoloide tocando el piano. El jovencito lo hacia fatal (tocar el piano), tanto que al final de su presentación los mismos productores del programa mandaron a comerciales para después del corte, aplaudir la pobre actuación del adolescente. El joven se regocijaba de alegría mientras ninguno de los presentes era capaz de decir lo mal que había tocado el instrumento. 

Es fácil entender que se nos haga difícil menospreciar el esfuerzo de personas con discapacidades, pero no por sus falencias físicas o mentales uno tiene la obligación de aplaudir todos sus esfuerzos. No tengo nada en contra de ellos, pero tengo un serio problema con las personas que les aplauden todo, hasta lo malo que hacen.

No se trata de ser insensible o inhumano, simplemente se trata de reconocer el talento, la mediocridad y lo malo. Es imposible decir que Andrea Bocceli es un mal cantante, nadie se lo puede negar pese a su ceguera, diferente es del caso del pelado que tocaba el piano, ese al que los aplausos le llueven por el hecho de hacer el esfuerzo; pero en la vida real, de intensiones y esfuerzo no vive nadie. 

Es por eso que me emputa cuando las personas dicen: "lo importante es participar", porque no hay mentira más grande. No tenemos la culpa de reaccionar cómo reaccionamos porque nos criaron desde pequeños así: las mamás nos aplaudían cada vez que llegábamos con un diploma de participación, cada vez que terminábamos una carrera o les llevábamos un dibujo mal hecho; ellas no decían siempre que somos los seres más bonitos del mundo, sus príncipes y sus galanes, lo hacían con la sonrisa más grande y con el abrazo más fuerte que podían dar, y está bien, porque eso es lo que nos hizo quererlas tanto. Pero las mamás olvidan que nosotros crecemos, que cuando te enfrentas en el mundo real no quieren que termines una carrera si no que legues primero; la intensión de dibujar algo bonito no significa que lo harás, y si no lo haces, lo más probable es que no te rechacen la obra, el bosquejo o el plano; cuando creces y vas al colegio te das cuenta en el rechazo de las niñas que no eres ningún príncipe, ningún galán y mucho menos bonito; eso se les olvida. 

Lo peor es cuando ese síntoma traspasa las barreras de lo políticamente corrercto para convertirse en una necesidad: aplaudir a un niño mongolo para que sienta que está haciendo las cosas bien, dar premios a famosillos de televisión porque es lo único que tenemos y hay que galardonarlo, aplaudirnos la mediocridad los unos a los otros, de nuestros mediocres y ya anacrónicos literatos, artistas plásticos y celebridades, todo por el hecho de que son nuestros y por lo tanto, al calor de una madre orgullosa, debemos protegerlo de las críticas por un burdo morbo seudo-nacionalista. 

Los aplausos, en esta parte del mundo, son palmadas huecas que jamás denotaran si lo que hacemos está bien o esta mal; son una mecánicas respuesta al esfuerzo, al las intensiones de hacer las cosas bien pero no hacerlas. Es por eso que cuando aparece algún talento, este se pierde entre la ola de aplausos, pasa desapercibido, incomprendido, sin jamás tener la oportunidad de grabar un DVD para mostrar su talento a las masas que algún momento, cenando, podrían haberse maravillado de su grandeza. 

martes, 6 de diciembre de 2011

Mi barba

Si hay algo que me frustra por sobre todas las cosas es el hecho de que jamás tendré barba. No me crecen vellos en el rostro ni me crecerán: no tengo los folículos que lo permiten.

A mi lo que me salen son un par de vellos, un bigote de heladero, una pelusa asquerosa que no llega a ser más que un intento de bigote. Un hombre sin barba es como una mujer sin tetas, así de serio es el asunto. 

A las mujeres les escucho siempre hablar de lo bien que se ven los hombre con vello en el rostro, con la barba bien o mal rasurada, pero barba al fin. Uno tiene que tragarse las palabras escuchándolas, renegando del hecho de no haber sido favorecido con los genes que le permiten a uno acceder a ese pedazo de masculinidad; uno está condenado a parecer, durante todo su vida, de menor edad de lo que en realidad es, y eso no es nada bueno. 

El no tener barba conlleva a que uno como hombre tenga que sustituir ese pedazo de virilidad con alguna acción lo suficientemente masculina como para llamar la atención ¿o acaso no se ha percatado que la mayoría de los físico culturistas no tienen vello facial? Así es, Arnold Schwarzzernger tuvo que tomar esteroides hasta el punto de reducir sus testículos al tamaño de una pasa, pero tener espalda del tamaño de un ropero. 

Tener barba significa que uno empieza a madurar, es ser un adulto, por lo que un ser humano sin el vello facial siempre tendrá una ligera imagen de niño frente a las mujeres. Saberlo es el primer paso a madurar más lento, es lo que lleva a que algunos adultos jueguen Warcraft o sigan comprando cartas de Yu-gi-oh antes que condones. 

Sí, mis amigos con barba reniegan de lo que poseerla implica, del cuidado que hay que darle y de las molestias que significa rasurarse, problemas que jamás entenderé porque incluso suenan a complicaciones de adulto. La barba es un pasaporte a una maduritud obligatoria, un espectro de la adultez que uno poseerá a regañadientes. 

A veces pienso que la barba es esa concesión que le da la vida a los cachetones, pero se olvidó de mi: acá estoy teniendo que calarme el hecho de no solo tener el rostro de un niño incluso hasta cuando llegue a los 30 sino de ser un candidato a víctima de la alopecia; acá estoy, gastando dos rasuradoras al año, instrumentos que al fin y al cabo sirven sólo para desterrar ese bigote de heladero que llega una vez cada tres semanas, para hacer más estúpido mi rostro. 

No tengo dinero suficiente como para comprar una 4x4 del último año, tampoco tengo el colon lo suficientemente fuerte como para dedicarme a hacer deportes extremos o deportes competitivos, no tengo la dedicación ni hábitos alimenticios para dedicarme al físico culturismo ni mucho menos la voluntad para perder mi tiempo en un gimnasio; yo lo que tengo es un par de cachetes en blanco que jamás recibirán una queja de los ásperos que están, ni tampoco recibirán esa avalancha de besos en las mejillas que las mujeres, hambrientas de barba, desean regalar.