El otro día cenaba en un restaurante elegante. Para entretener a los comensales, al dueño del local no se le ocurrió otra idea de poner un DVD de Andrea Bocceli a todo volumen. Al escuchar los tonos que alcanzaba este señor entendí el porqué de su fama. Muy aparte ser ciego, él es un artista, un tipo que justificó su existencia dándole al mundo una cátedra de como se canta.
Sólo un par de días antes, uno de esos programas de variedades de la televisión nacional mostraba a un niño mongoloide tocando el piano. El jovencito lo hacia fatal (tocar el piano), tanto que al final de su presentación los mismos productores del programa mandaron a comerciales para después del corte, aplaudir la pobre actuación del adolescente. El joven se regocijaba de alegría mientras ninguno de los presentes era capaz de decir lo mal que había tocado el instrumento.
Es fácil entender que se nos haga difícil menospreciar el esfuerzo de personas con discapacidades, pero no por sus falencias físicas o mentales uno tiene la obligación de aplaudir todos sus esfuerzos. No tengo nada en contra de ellos, pero tengo un serio problema con las personas que les aplauden todo, hasta lo malo que hacen.
No se trata de ser insensible o inhumano, simplemente se trata de reconocer el talento, la mediocridad y lo malo. Es imposible decir que Andrea Bocceli es un mal cantante, nadie se lo puede negar pese a su ceguera, diferente es del caso del pelado que tocaba el piano, ese al que los aplausos le llueven por el hecho de hacer el esfuerzo; pero en la vida real, de intensiones y esfuerzo no vive nadie.
Es por eso que me emputa cuando las personas dicen: "lo importante es participar", porque no hay mentira más grande. No tenemos la culpa de reaccionar cómo reaccionamos porque nos criaron desde pequeños así: las mamás nos aplaudían cada vez que llegábamos con un diploma de participación, cada vez que terminábamos una carrera o les llevábamos un dibujo mal hecho; ellas no decían siempre que somos los seres más bonitos del mundo, sus príncipes y sus galanes, lo hacían con la sonrisa más grande y con el abrazo más fuerte que podían dar, y está bien, porque eso es lo que nos hizo quererlas tanto. Pero las mamás olvidan que nosotros crecemos, que cuando te enfrentas en el mundo real no quieren que termines una carrera si no que legues primero; la intensión de dibujar algo bonito no significa que lo harás, y si no lo haces, lo más probable es que no te rechacen la obra, el bosquejo o el plano; cuando creces y vas al colegio te das cuenta en el rechazo de las niñas que no eres ningún príncipe, ningún galán y mucho menos bonito; eso se les olvida.
Lo peor es cuando ese síntoma traspasa las barreras de lo políticamente corrercto para convertirse en una necesidad: aplaudir a un niño mongolo para que sienta que está haciendo las cosas bien, dar premios a famosillos de televisión porque es lo único que tenemos y hay que galardonarlo, aplaudirnos la mediocridad los unos a los otros, de nuestros mediocres y ya anacrónicos literatos, artistas plásticos y celebridades, todo por el hecho de que son nuestros y por lo tanto, al calor de una madre orgullosa, debemos protegerlo de las críticas por un burdo morbo seudo-nacionalista.
Los aplausos, en esta parte del mundo, son palmadas huecas que jamás denotaran si lo que hacemos está bien o esta mal; son una mecánicas respuesta al esfuerzo, al las intensiones de hacer las cosas bien pero no hacerlas. Es por eso que cuando aparece algún talento, este se pierde entre la ola de aplausos, pasa desapercibido, incomprendido, sin jamás tener la oportunidad de grabar un DVD para mostrar su talento a las masas que algún momento, cenando, podrían haberse maravillado de su grandeza.
El problema es q la sociedad ecuatoriana ES mongoloide y no distingue entre el talento y la falta del mismo. El niño pianista solo decidio no ocultarlo xq sabia q asi recibiria mas aplausos
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