Si hay algo que me frustra por sobre todas las cosas es el hecho de que jamás tendré barba. No me crecen vellos en el rostro ni me crecerán: no tengo los folículos que lo permiten.
A mi lo que me salen son un par de vellos, un bigote de heladero, una pelusa asquerosa que no llega a ser más que un intento de bigote. Un hombre sin barba es como una mujer sin tetas, así de serio es el asunto.
A las mujeres les escucho siempre hablar de lo bien que se ven los hombre con vello en el rostro, con la barba bien o mal rasurada, pero barba al fin. Uno tiene que tragarse las palabras escuchándolas, renegando del hecho de no haber sido favorecido con los genes que le permiten a uno acceder a ese pedazo de masculinidad; uno está condenado a parecer, durante todo su vida, de menor edad de lo que en realidad es, y eso no es nada bueno.
El no tener barba conlleva a que uno como hombre tenga que sustituir ese pedazo de virilidad con alguna acción lo suficientemente masculina como para llamar la atención ¿o acaso no se ha percatado que la mayoría de los físico culturistas no tienen vello facial? Así es, Arnold Schwarzzernger tuvo que tomar esteroides hasta el punto de reducir sus testículos al tamaño de una pasa, pero tener espalda del tamaño de un ropero.
Tener barba significa que uno empieza a madurar, es ser un adulto, por lo que un ser humano sin el vello facial siempre tendrá una ligera imagen de niño frente a las mujeres. Saberlo es el primer paso a madurar más lento, es lo que lleva a que algunos adultos jueguen Warcraft o sigan comprando cartas de Yu-gi-oh antes que condones.
Sí, mis amigos con barba reniegan de lo que poseerla implica, del cuidado que hay que darle y de las molestias que significa rasurarse, problemas que jamás entenderé porque incluso suenan a complicaciones de adulto. La barba es un pasaporte a una maduritud obligatoria, un espectro de la adultez que uno poseerá a regañadientes.
A veces pienso que la barba es esa concesión que le da la vida a los cachetones, pero se olvidó de mi: acá estoy teniendo que calarme el hecho de no solo tener el rostro de un niño incluso hasta cuando llegue a los 30 sino de ser un candidato a víctima de la alopecia; acá estoy, gastando dos rasuradoras al año, instrumentos que al fin y al cabo sirven sólo para desterrar ese bigote de heladero que llega una vez cada tres semanas, para hacer más estúpido mi rostro.
No tengo dinero suficiente como para comprar una 4x4 del último año, tampoco tengo el colon lo suficientemente fuerte como para dedicarme a hacer deportes extremos o deportes competitivos, no tengo la dedicación ni hábitos alimenticios para dedicarme al físico culturismo ni mucho menos la voluntad para perder mi tiempo en un gimnasio; yo lo que tengo es un par de cachetes en blanco que jamás recibirán una queja de los ásperos que están, ni tampoco recibirán esa avalancha de besos en las mejillas que las mujeres, hambrientas de barba, desean regalar.
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