Lo semáforos son la pesadilla de cualquier conductor. No estoy hablando desde el punto de vista de los imbéciles "adictos a la velocidad" que omiten todas las señales luminosas, sino desde el ángulo de quien se detiene a observar lo que hay a su alrededor.
A la paranoia guayaquileña del asalto en cada luz roja hay que sumarle también el atosigamiento verbal de quienes intentan venderte sus productos a precios que son regulador por la luz del sol (a las 8:00 el manojo de limones puede costar 5 dólares, pero a las 19:00, 1 dólar); eso sin contar al inumerable séquito de mendigos, de todos los tamaños y colores que uno puedo encontrar. Esos no me dan pena, al menos no los adultos, esos me dan asco.
Lo que realmente me atormente es el vendedor de periódicos, el de caramelos y el de tarjetas de telefonía celular prepago; eso sin nombrar a los gasfiteros y plomeros que se sientan en la veredas de las calles más transitadas de la ciudad a la espera de que tengamos un problema en nuestras casas (secretamente ruegan que los tengamos), para así poder ser necesitados y cobrar por sus servicios.
La mayoría de estas personas son adultos, personas que solo buscan salir adelante vendiendo productos que no dejaran más que centavos de ganancia (un par de dólares si sumamos utilidad del día). Ellos perdieron la fe en sistema por completo y están resignados a una miserable y precaria vida. Ellos jamás podrán costear un iphone ni mucho menos una carro, enfermarse es un lujo que no pueden afrontar y la idea de viajar jamás será con fines recreativos; si ahorran dinero suficiente para mandar alguien afuera del territorio patrio será para probar si tiene mejor suerte que sus antecesores y predecesores acá.
Muchas veces, cuando la luz cambia a verde, no volvemos a saber del 90% de estas personas, no porque desaparezcan sino que cambian de lugar o no volvemos a pasar por donde se encontraban.
Pero a diferencia de estos fugaces dramas de semáforo, a la vuelta del negocio de mi familia se sienta siempre un pequeño gasfitero, un señor de unos cincuenta y tantos que, leyendo el periódico y escuchando una pequeña radio que juro es de manivela, espera impacientemente a que alguno de los vehículos se detenga para pedir sus servicios. Él pasa de 8:00 a 16:00 sentado en el mismo lugar, y si en dos ocasiones yo lo he visto subirse a un carro para irse a trabajar, es mucho.
Mi cabeza se vuelve un martirio al verlo, en especial cuando a penas unos segundo antes, dentro del negocio de la familia, renegaba porque el lugar que papá escogió para llevar a comer a la familia no es de mi agrado. Allí, en la salida del local me lo topo a este señor que no hizo un solo centavo durante el día, no tiene ni para una lata de atún en agua. En su casa, imagino, su familia espera el día que llegue con una significante carga de dinero y así pegarse un modesto y económico banquete, o al menos una comida que calme los bichos de la panza. Hoy no será ese día; pero a mi lo que me emputa es el hecho de que no comeré lo que yo deseo.
Así de miserables y miopes somos, imaginando que el mundo gira alrededor de los dramas de una quinceañera gorda que a la que su "crush" no le contesta los mensajes, o alrededor de los problemas de un imbécil que reniega porque sus padres no le compraron el celular que quería. Espigadas señoritas sufren por un hombre que no las ama y tarados le gritan a las que atienden en la heladería de moda porque se acabó el sabor que ellos quería.
Toda esta sarta de imbéciles van a bordo de un SUV 4x4 con acondicionador de aire para mitigar el calor de la urbe, llorando porque no juntaron el dinero suficiente para irse a París, ignorando que, vestido de manga larga para bajar la intensidad de los rayos de sol sobre su piel, un vendedor de tarjetas de prepago celular jamás reunirá los centavos suficientes para viajar a París. Nunca.
Cuando la luz cambie a verde, todo el folclore de trabajadores y sus historias quedarán atrás para los que fueron incapaces de detenerse a ver que más allá de esa atmósfera creada por el acondicionador de aire y la condensación artificial que se genera en el vidrio polarizado, hay un gasfitero que no tendrá ni para regresar a su hogar. Y aquí es donde se me parte el alma.
(Disculpen este post)
A la paranoia guayaquileña del asalto en cada luz roja hay que sumarle también el atosigamiento verbal de quienes intentan venderte sus productos a precios que son regulador por la luz del sol (a las 8:00 el manojo de limones puede costar 5 dólares, pero a las 19:00, 1 dólar); eso sin contar al inumerable séquito de mendigos, de todos los tamaños y colores que uno puedo encontrar. Esos no me dan pena, al menos no los adultos, esos me dan asco.
Lo que realmente me atormente es el vendedor de periódicos, el de caramelos y el de tarjetas de telefonía celular prepago; eso sin nombrar a los gasfiteros y plomeros que se sientan en la veredas de las calles más transitadas de la ciudad a la espera de que tengamos un problema en nuestras casas (secretamente ruegan que los tengamos), para así poder ser necesitados y cobrar por sus servicios.
La mayoría de estas personas son adultos, personas que solo buscan salir adelante vendiendo productos que no dejaran más que centavos de ganancia (un par de dólares si sumamos utilidad del día). Ellos perdieron la fe en sistema por completo y están resignados a una miserable y precaria vida. Ellos jamás podrán costear un iphone ni mucho menos una carro, enfermarse es un lujo que no pueden afrontar y la idea de viajar jamás será con fines recreativos; si ahorran dinero suficiente para mandar alguien afuera del territorio patrio será para probar si tiene mejor suerte que sus antecesores y predecesores acá.
Muchas veces, cuando la luz cambia a verde, no volvemos a saber del 90% de estas personas, no porque desaparezcan sino que cambian de lugar o no volvemos a pasar por donde se encontraban.
Pero a diferencia de estos fugaces dramas de semáforo, a la vuelta del negocio de mi familia se sienta siempre un pequeño gasfitero, un señor de unos cincuenta y tantos que, leyendo el periódico y escuchando una pequeña radio que juro es de manivela, espera impacientemente a que alguno de los vehículos se detenga para pedir sus servicios. Él pasa de 8:00 a 16:00 sentado en el mismo lugar, y si en dos ocasiones yo lo he visto subirse a un carro para irse a trabajar, es mucho.
Mi cabeza se vuelve un martirio al verlo, en especial cuando a penas unos segundo antes, dentro del negocio de la familia, renegaba porque el lugar que papá escogió para llevar a comer a la familia no es de mi agrado. Allí, en la salida del local me lo topo a este señor que no hizo un solo centavo durante el día, no tiene ni para una lata de atún en agua. En su casa, imagino, su familia espera el día que llegue con una significante carga de dinero y así pegarse un modesto y económico banquete, o al menos una comida que calme los bichos de la panza. Hoy no será ese día; pero a mi lo que me emputa es el hecho de que no comeré lo que yo deseo.
Así de miserables y miopes somos, imaginando que el mundo gira alrededor de los dramas de una quinceañera gorda que a la que su "crush" no le contesta los mensajes, o alrededor de los problemas de un imbécil que reniega porque sus padres no le compraron el celular que quería. Espigadas señoritas sufren por un hombre que no las ama y tarados le gritan a las que atienden en la heladería de moda porque se acabó el sabor que ellos quería.
Toda esta sarta de imbéciles van a bordo de un SUV 4x4 con acondicionador de aire para mitigar el calor de la urbe, llorando porque no juntaron el dinero suficiente para irse a París, ignorando que, vestido de manga larga para bajar la intensidad de los rayos de sol sobre su piel, un vendedor de tarjetas de prepago celular jamás reunirá los centavos suficientes para viajar a París. Nunca.
Cuando la luz cambie a verde, todo el folclore de trabajadores y sus historias quedarán atrás para los que fueron incapaces de detenerse a ver que más allá de esa atmósfera creada por el acondicionador de aire y la condensación artificial que se genera en el vidrio polarizado, hay un gasfitero que no tendrá ni para regresar a su hogar. Y aquí es donde se me parte el alma.
(Disculpen este post)
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