jueves, 29 de septiembre de 2011

La culpa

En la calle la luz dice que los peatones no pueden cruzar pero igual lo hacen. El nivel de educación de un país se mide por la capacidad de sus habitantes para obedecer señales. Acá nadie lo hace y eso dice mucho de nosotros. 

Ecuador no es distinto a Suecia, no (bueno quizás ellos tiene más rubias pero eso es otro cuento), tanto allá como acá hay las mismas señales de tránsito, los mismos símbolos y las mismas leyes -eso sí, las multas son más elevadas allá-. Somos prácticamente las mismas personas, los mismos órganos y el mismo cerebro, tanto ellos como nosotros somos personas, entonces ¿por qué carajo ellos si respetan los letreros y nosotros no?

No es que Suecia sea un mejor país (que sí lo es), lo que pasa es que allá funciona lo que acá no: el factor humano. 

Es fácil decir que el país está jodido, que nada funciona y que la culpa es del presidente, eso lo hemos hecho toda la vida pero lo cierto es que nosotros lo pusimos en ese lugar así que ¿la culpa es nuestra?

Tenemos un don, una habilidad única de deslindarnos de las responsabilidades. La culpa es de alguien más: la culpa es del recogedor de desperdicios por no pasar justo en el momento que yo estoy botando la basura -muy a sabiendas que el carro recolector pasará mañana en la noche-. La culpa es del gobierno por no poner agua potable y luz en un lugar que yo invadí. La culpa es del hijo de puta que no vio que me pasé la luz roja. 

Pero todo esto sucede porque el orden natural de las cosas es el desorden (por más ilógico que suene). Los sistemas funcionan en el papel porque son eso, sistemas, teorías que regulan un ente irregulable: la voluntad de las personas. 

Un gordo compra la última Men´s Health para seguir paso por paso la rutina de ejercicios y dieta. Un mes después pese a que la revista dice que iba a bajar 15 libras, el solo ha bajado 3. No es su culpa, no; el comer a deshoras y hacer menos repeticiones de las que le indican no tiene nada que ver con él no haya seguido las instrucciones y no haya bajado de peso. La revista es la que no sirve. Así es siempre. 

Ese mismo gordo es el que va a un bar después de haber leído todos los trucos de conquistar a una mujer que en la Men´s Health aparecen, pero no liga con ninguna. La culpa no es que la mujer no lo encuentre atractivo, la culpa tampoco es su incapacidad de hacer otra cosa que no haya estado escrito en la revista, no, la culpa es de la gaceta que no dice la verdad. 

El mismo gordo pensará después que si el viviera en Suecia, donde las cosas si funcionan y donde la alimentación es mejor; donde las mujeres son más liberales, él tendría una mejor vida. Todo esto lo piensa mientras se apura a cruzar un paso cebra y llegar al otro lado de la calle. La luz dice que no debe pasar, pero el la ignora, como todo lo que ignoró en la vida, así como no se percató del carro que a toda velocidad venía por su izquierda. Y sí, cuando lo atropellen tampoco será su culpa porque aunque el ignoró todo, era obligación del conductor detenerse y no matarlo. La culpa era de quien pese a tener luz verde no frenó a tiempo. 

Puerco país que no funciona. 

viernes, 23 de septiembre de 2011

Idioma

Recuerdo la película “No man`s Land” (2001), un filme que expone criticas mordaces a la incapacidad que sufren los países a la hora entenderse los unos a los otros. Bueno, al fin y al cabo es solo una película, aparte de criticar solo expone lo ya aprendido, que somos una raza de mierda (los humanos), y hacemos hasta lo imposible para no entendernos ni comprendernos.

Hoy, el presidente de la República, Rafael Correa, dio un discurso en la universidad de Columbia, New York, en el que evidenció su nivel de inglés; juro haber pensado que era infinitamente mejor. Me pregunto ¿Cuánto de lo que habrá querido decir se perdió en el intento de traducir ideas del español al inglés? De hecho, no entendí muchas de las -no por su marcado acento- porque se detenía mucho a pensar como decir las cosas (ojo, como decir las cosas).

A veces en que ni en nuestro mismo idioma sabemos las cosas. Es una costumbre que tenemos para escuchar solo lo que queremos, pero jamás detenernos a analizar lo que nos están diciendo. Cuantos problemas y frustraciones nos hubiésemos ahorrado si desde el principio hubiésemos comprendido que “no, no tengo intensiones de irme a la cama contigo” o “no, jamás conseguirás ese trabajo”. Solo por nombrar algunos de los pequeños mal entendidos que se generan cuando dos personas no hablan en la misma frecuencia.

Es que siempre estamos intentando dar un doble discurso, balbucear cosas en español pero en realidad hablar pendejadas, o acaso nunca han dicho el tan berreado: “¿una mujer tan linda como tú por qué está sola?”, que se traduce: “estoy desesperado”. O cuando tu jefe dice: “necesitamos mejorar la producción, ha disminuido la calidad del trabajo”, que se traduce: “¡estamos valiendo, carajo trabajen!”. Pero uno, proletario, hombre y/o mujer, esperanzado en que las intensiones de las personas siempre son las mejores, (o al menos intenta creerlo) solo escucha lo primero y no se da cuenta que lo que en realidad vale, es lo segundo.

Sí, todos hablamos la misma lengua, pero no el mismo idioma. Nos acostumbramos tanto a decir las cosas en un mensaje encriptado que podemos en el camino se pierde el significado de nuestras palabras. Tenemos que hablar así porque si dijésemos las cosas que en realidad pensamos (los hombres), las mujeres se espantarían de las cosas que nuestro cerebro puede generar cuando de ellas se trata; tenemos que hablar así porque se develásemos nuestras verdaderas intensiones, el negocio con la competencia nunca saldría y nos quedaríamos sin el banquete millonario; debemos hablar así porque si mostráramos lo jodido que está el país en realidad, lo más seguro es que hubiese un pandemonio en las calles.

Como en “No man`s land”, las personas necesitamos del doble discurso para sobrevivir, para convivir hasta que llegue la oportunidad de aprovecharnos de la persona que ingenua, no comprendió nuestras intensiones; porque el idioma nos habla de todo menos de las intensiones. De mi boca pueden salir las palabras más nobles, de cómo donar una indemnización millonaria a un filantrópico proyecto ecológico, de cómo mis intensiones son la justicia y mi bandera el honor, un ciudadano cansado del atropello; lo puedo decir en las palabras más bonitas, porque el castellano se presta para adjetivar de las formas más melosas posibles, pero ustedes jamás sabrán lo que yo deseo, ni lo que voy a hacer.

Oh, y sí: “I can tok Wachinton too”.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Nadie nos lee

No creo que sea coincidencia que Superman (A.K.A. Clark Kent) sea un periodista. Hay algo realmente noble en esta profesión, o había algo noble, en comunicar a la comunidad los hechos más trascendentales. Había que ser un súper humano, una persona íntegra de cabo a rabo para no solo reproducir los hechos sino también participar de los mismos (como Superman), quizás no con la mirada calórica ni levantando los trailers chocados, pero si involucrándose en la noticia, comprometiéndose para que esa denuncia que uno realizaba, cambie.

Pero ahora en estos tiempos uno denuncia y no pasa nada. Los diarios se llenan de noticas (hay publicaciones de hasta 32 páginas diarias) con temas, llamados de atención y vicisitudes diarias, pero todo sigue igual. ¿Por qué? Porque nadie nos lee.

A la larga ser periodista de prensa escrita es lo más cercano a ser un esquizofrénico que habla con un personaje imaginario, un John Nash de la información que escribe con la intención de ser leído pero que a la larga, el papel sobre el que va su noticia servirá para madurar aguacates o como material para fabricar monigotes de fin de año. Sí, así es, es mejor no engañarse.

A veces uno va a una cobertura, a una entrevista mejor dicho, y cuando el intercambio de pregunta-respuesta termina, viene esa interrogante que es una patada en las gónadas: "¿Cuándo sale publicado?" La pregunta es una tácita afirmación que el entrevistado no tiene la más mínima intención de sentarse a leer todos los días el diario, no, el solo comprará el pasquín de noticias el día que salga publicado, el día que a él le interesa; los demás diarios son para secar el meado del perro que interrumpió con sus ladridos durante 30 minutos, la entrevista.

En realidad nadie nos lee, la gente no quiere leernos, no desea informarse a menos que verse en las secciones de farándula, sonriendo para la cámara con un vaso de whisky en la mano, sea informarse.

No le hecho la culpa a la televisión, no; yo se que los medios televisivos tienen las primicias y que la prensa escrita tiene que romperse la cabeza viendo como le da la vuelta a los hechos (o encuentra un dato que no reprodujeron en pantalla), para hacer la noticia legible. Pero ahora las redes sociales opacan las exclusividad de la que antes gozaba la televisión y aun así, igual que con los noticieros, en las redes sociales a la gente tampoco le interesa informarse, no les interesa a menos que la información sea un escándalo tipo “el último video porno de X persona”.

El último trabajo que yo escribí fue un análisis sobre la evolución de las temáticas cinematográficas del celuloide nacional en la última década. Si 20 personas lo han leído es mucho. No es que no me enorgullezca de mi texto, estoy más que orgulloso de haber formado parte del proyecto pero si me gustaría saber que más gente estuvo pendiente de lo que yo escribí. Ni una crítica del mismo artículo, ni un comentario.

Por eso es que hay veces que me gustaría pedir una licencia, un permiso para hacer un experimento: me encantaría publicar una “noticia” en los diarios, una diatriba peyorativa a los lectores, una nota corta llena de insultos, reventada de adjetivos hirientes hacia los lectores. Algo me dice que la leería, nadie, y entonces comprobaría lo que para mí es un hecho: no hay profesión más esquizofrénica que ser periodistas (de prensa escrita). ¡Salud!

viernes, 16 de septiembre de 2011

La realidad nacional y el cine: una década de ejercicios

*texto publicado en el diario del cine Ocho y Medio, en la edición especial por su décimo aniversario*

Resulta que hace tan solo unos años, ir a ver una película "made in Ecuador" era algo que sucedía tan esporádicamente que el mero hecho de tener uno de estos filmes en cartelera era un acontecimiento. Desde esta premisa, resulta extraño que los espectadores ecuatorianos no se asombren de la transición que ocurrió durante esta última década con el cine local: hoy la gente hace fila en los salas de proyección para ver filmes nacionales, discute sobre los mismos e incluso los disfruta.

"La transformación se genera no solo en la actitud del espectador ante los filmes, si no desde la forma y las mismas temáticas a los que recurren los cineastas", dice Roberth Mendoza, director de la película Érase una vez en Piñas. Él enciende el debate del cómo los tópicos que abordan las historias escritas por los guionistas y directores han sufrido una transformación, la que aproxima realidades más cercanas y problemas globales al público. ¿Está el cine ecuatoriano listo para hacer películas con temáticas nacionales y que al mismo tiempo puedan ser leídas como algo universal?

Si bien la última década ha significado para nuestro cine un tiempo de cambio y una etapa de madurez, también es un “renacer”. Aún en pañales, la producción ecuatoriana, esa que por décadas permaneció tan identificada con su innegable carácter local, crece para dejar ser "cine ecuatoriano" y convertirse en "cine". Pareciera como si los directores y escritores nacionales superaran conflictos y realidades que, según entendidos en la materia, dieron el puntapié inicial a esta nueva ola de “contadores de historias”.

Pero para llegar hasta este punto en el que podemos darnos el lujo de preguntarnos si estamos listos para dar ese gran salto, el cine ha recorrido un gran tramo. Un tramo larguísimo. Si estuviésemos grabando un filme sobre la historia del cine nacional, este sería el momento de un flashback

Regresamos al año 2000: el Ecuador entraba en una crisis sin precedentes, la moneda nacional se devaluó por completo y, aunque vaticinada por los medio de comunicación y economistas, el descalabro económico del país tomó por sorpresa a todos. Una serie de cambios germinaron en la nación, mientras que una generación de jóvenes, hoy adultos, presenciaba con cierta impotencia cómo el país se desmoronaba a su alrededor. Ellos debían buscar una forma de denunciar ese caótico universo que estaban viviendo.

La pauta había sido planteada en 1999 cuando Sebastián Cordero, cineasta quiteño, escribió y dirigió la que es considerada por muchos como el “nuevo inicio” del cine nacional: Ratas, Ratones, Rateros. La película, una historia que se divide entre Quito y Guayaquil, muestra con cierta crudeza la realidad de los jóvenes ecuatorianos que se desenvuelven entre las marcadas diferencias de ese conflicto que existe entre la costa y la sierra, conflicto que acompaña al país desde la época de la revolución liberal. “Cordero sentó un precedente. Él mostró los problemas de un país dividido, mostró drama, nos mostró el cine social. Lo jóvenes aprendieron”, explica Mendoza.

El Ecuador llega al nuevo milenio con una mezcla de emociones: un filme nacional daba de qué hablar en el extranjero, y al mismo tiempo, la nación caía en una recesión, en una crisis no solo económica sino de identidad, lo que desembocó en que el Ecuador dejara de emitir su propia moneda. En el 2000 llegó al dolarización.

Para el 2001, ya con un país destrozado por las administraciones presidenciales y los feriados bancarios, nace toda una legión de creativos que de alguna manera sentían la necesidad de mostrar al mundo lo que sucedía. “El Ecuador no tenía norte, no tenía líderes, tenía una identidad de la que sentía vergüenza. Es en ese momento donde, a través de sus películas, cineastas, nuevos y de la ‘vieja guardia’, intentaron dotar de una identidad a una novel población que sentía la necesidad de reescribir su historia”, aclara Mendoza.

“De repente el generar películas por el mero hecho de hacer cine, pasó a segundo plano”, dice Jaime Tamariz, dramaturgo guayaquileño. “El Ecuador debía, a través de su arte, de esa manifestación ilustrada, empezar a identificarse como nación”, acota. Es así como en el 2002, Víctor Arregui lanza su filme Fuera de Juego, un largometraje que resulta una mezcla entre la ficción y el documental. Juan Castro, un joven de 18 años, observa cómo su familia se hunde en la miseria y, entonces, asume la utopía de emigrar a España para lo cual emplea cualquier medio, a fin de conseguir dinero.

“En esta muestra de cine evidenciamos ya esa urgencia de señalar lo que estaba pasando”, aclara Tamariz. La migración pasó a ser parte de esa constante cinematográfica. “Ya veíamos historias de familias segmentadas por la migración, todo como resultado del contexto histórico del país”, dice.

En ese mismo 2002 aparece Un Titán en el Ring, película dirigida por Viviana Cordero, y que envuelve, al igual que Fuera de Juego, esa temática social de los pueblos de la sierra que, en medio de la crisis, recurren al espectáculo para desprenderse, por unos instantes, de los problemas que les aquejan. “Una metáfora de lo que sucedía entonces”, expresa Tamariz.

“Ese fue solo el inicio de un cine que mostraba el decadente país en el que crecimos”, dice Mendoza. El Ecuador no era espacio solo para un ‘cine de canguil’. “Los pocos directores que se atrevían a agarrar un cámara y salir a buscar financiamiento para una película sabían que el dinero no podía ser gastado en una producción sin sentido. Ellos querían denunciar”, opina el cineasta orense.

El inicio de la transición

Por tradición, el cine ecuatoriano es un cine independiente; producciones de recursos limitados. El hacer películas en el país es estar consciente de que uno va a tener que vestir las mejores galas para ir a tocar un par de puerta e ir a solicitar “apoyo” (tradúzcase: financiamiento), para poder montar ese filme que el director tanto anhela.

En el país hubo una serie de largometrajes de “autogestión” que intentaron cumplir ese planteamiento de interrogantes que identifiquen al público con su país (producción que existía incluso desde antes que la crisis se instaurara). “En el Ecuador se hacía y se hace cine independiente”, dice Carlos Tutivén, sociólogo de la Universidad Casa Grande. “No solo hablábamos de querer manifestar los procesos de cambio y búsqueda de identidad, también se aprovechó ese carácter impactante en los filmes para tener una fuerte reacción del público”, dice el estudioso.

Así fue como nació un ejercicio fílmico que, diez años después, recién empieza a dar frutos. “Tal y como los mexicanos en su época dorada de cine, los ecuatorianos empezamos, si se puede decir, a presenciar el inicio de la que aun no me atrevo a señalar como la industria del cine ecuatoriano”, puntualiza Tamariz. Para el dramaturgo, el país está recién presenciando esa búsqueda por generar un discurso visual, el que aún no termina de estructurarse ni germinarse.

“Es precisamente esa falta de un discurso nacional propio lo que hace parecer que el cine nacional no sale de un par de temáticas”, acota Tania Hermida, directora de la película Que tan lejos. Para la cineasta, la incipiente producción nacional aborda tópicos siempre distintos, pero que relatados desde una misma perspectiva (el realismo social), pareciera estancarse en dos o tres problemas.

“Es parte del proceso natural de hacer cine”, dice Carlos Andrés Vera, director del documental Taromenani y del corto La verdad sobre el caso del Señor Valdemar. “El cine es una herramienta para retratarse y es inevitable que, si tenemos realidades duras, estas se vean reflejadas en el celuloide”, expresa.

“El cine nacional sí tiene ese tinte de crítica social, que es normal, es algo que debe suceder”, acota Tamariz, para quien antes de poder mostrarnos al extranjero y al mundo, tenemos que hacer una introspección de la realidad. “He ahí la necesidad de abordar temas sociales”, explica.

Pero fue precisamente esa búsqueda de identidad, ese reflejo de un país demacrado lo que “desprestigió” al cine ecuatoriano. “Las personas no querían ver en pantalla los problemas con lo que ellos ya tenían que lidiar a diario”, expresa Tutivén.

La producción nacional enfrentaría una crisis aun mayor: en un país sumido en deudas, los capitales no querían invertir en proyectos poco rentables, en este caso, películas que nadie iría a ver.

Esa crisis de producción se evidencia en 2003, un año complicado para el cine local. Mientras que alrededor del mundo se estrenaron 555 películas (según decine.com), en el Ecuador no se estrenó ni un solo filme nacional. “Ni las personas ni los empresarios estaban en condiciones de regalar dinero para que las personas cumplieran sus caprichos de hacer cine. Aun es difícil recaudar dinero para hacer películas”, expresa Mendoza. Pero contrario a lo que los números enseña, en el 2003 un cineasta nacional estaba impulsando un proyecto.

Un ejercicio que empieza a tomar forma

Sebastián Cordero, el mismo que cuatro años atrás protagonizó ese “boom” del cine ecuatoriano, estaba de vuelta al ruedo. Rrodaba Crónicas, su segundo largometraje, una historia que si bien aborda temas de realidad nacional (incluso basándose en uno de los asesinos en serie más famosos del país), buscaba expandir los dilemas: un periodista de crónica roja que se ve inmerso en la toma de difíciles decisiones. “Es parte del proceso natural de creación que esas temáticas se agoten y den paso a historias más universales o personales”, expreso Vera. “Particularmente, pienso que hoy la cantidad de temáticas del cine nacional se ha ampliado mucho, al punto donde, en este momento, no podríamos hablar de una temática en particular en el cine nacional. Y eso es bueno”, dice.

“Cada director tiene una especialidad y hay mucha variedad de producciones”, puntualiza Hermida, cuya película Que tan lejos (2006) llevó a 220 mil asistentes a las salas de cine. Ella cita el ejemplo de Víctor Arregui y sus adaptaciones literarias; a Sebastián Cordero con sus historias que utilizan siempre ese giro inesperado; Camilo Luzuriaga y su cine de historia, “solo unos cuantos para mostrar la variedad que existe hoy por hoy en la producción nacional”, dice la directora.

A este nuevo “boom” creativo se le suma un nuevo plus que, según todos los entrevistados, es la mejor idea que se ha tenido para la difusión del cine en el país: la creación del Consejo Nacional de Cine, en 2005. Desde entonces han aparecido películas como Bifurcando la mirada (2006); Esas no son penas, Cuando me toque a mí, A la caza del Rey, Invitación al Sepelio, (2007); Este maldito país, Retazos de vida, Black Mama, Despierta, (2008), solo por nombrar algunos de los 137 proyectos audiovisuales que ha impulsado el Consejo Nacional de Cine desde el 2007 al 2010 (según datos de su sitio web cncine.gov.ec).

“Esta entidad apoya proyectos de cine y ha sido pilar fundamental para esta nueva ola de producciones que se han dado en el país en los últimos años”, dice Hemida. La afirmación de la cineasta es compartida por el sociólogo Tutivén, quien asegura que en el último lustro se ha ido producido lo mejor del cine nacional, “ese apoyo fue básico para que los nuevos cineastas se atrevieran a explorar”, acota.

“Pero no solo eso, las temáticas se han ampliado mucho y las nuevas generaciones (de 35 años o menos) vienen con otras propuestas bajo el brazo”, dice Vera. Para él, el reto es que esta nueva generación se consolide desde el punto de vista de la producción y logre hallar un mercado no solo nacional para sus películas. Continúa: “Ahora, siempre que se filme en Ecuador, la ‘realidad nacional´ será el contexto donde transcurran nuestras historias (salvo que experimentemos géneros como la ciencia ficción, por ejemplo) y en muchos casos será un telón de fondo”. Para el realizador, esto no es algo malo en sí; lo malo es caer en viejos clichés y no renovar el lenguaje. “Pero insisto: le tengo mucha fe a la nueva generación, porque viene con nuevas propuestas”, puntualiza Vera.

Fin del flashback

La película retoma su curso y llegamos al presente: el Ecuador, aún con una economía débil, ha aceptado el legado social que la pasada década le dejó. Las historias cargadas de resentimiento, de esa urgencia de denunciar un país en ruina, van mezclándose con esa necesidad de contar algo más. En las pantallas de las salas de proyección se percibe este nuevo panorama, incluso las ganas que tienen los cineastas por innovar.

“Hoy estamos viendo una nueva forma de percibir el cine”, dice Tamariz. Él, como jurado seleccionador de el más reciente de los concursos del Consejo Nacional de Cine, asegura que los jóvenes cineastas están usando distintos recursos narrativos, como resultado de un proceso de búsqueda de identidad, tanto nacional como visual, que surgió en los últimos diez años.“Ya lo vimos en el 2008 con Black Mama, de Miguel Alvear, una película inclasificable y con un contenido fantástico nunca antes visto”, dice Tutiven. “Y vamos a ver aún más formas de romper con esas dicotomías que nos presenta el panorama del cine nacional”, expresa, a su vez, Hermida.

Han sido diez años de experimentos en el cine, una década que ha mostrado la realidad de un país y que poco a poco va buscando nuevas formas de abordar sus realidades, sus dramas y sus ironías cotidianas. Si bien, como dice Vera, es imposible dejar el contexto social de lado, los creativos van encontrando formas de relatar testimonios más íntimos, más personales. “Ya nuestras historias están dejando de tener ese carácter local para lograr obtener interpretaciones más allá de nuestra frontera”, dice Hermida.

Una década que desapareció en un abrir y cerrar de ojos y que dejó un universo de filmes que, como asegura Mendoza, son la firme base de lo que todos los cineastas esperan, se convierta en la industria del cine nacional. “Ojalá y esto no sea como los otros tantos ´puntapiés´ iniciales del séptimo arte nacional. No vaya a ser que con nosotros y nuestras películas pase lo mismo que con El tesoro de Atahualpa, la primera película nacional y de la que no existen más que recortes de periódicos que nos dicen que existió cine en el país... Todo un pedazo de historia nacional, perdida”, dice.

sábado, 10 de septiembre de 2011

Lo que no entiendo de las farras...

La cerveza, en una tienda de barrio, en una esquina cualquiera, cuesta 0,60 centavos de dólar. Una botella de Wisky (del no tan exquisito pero bueno) está al rededor de los 50 dólares. Se dice que existe una medida especifica de decibeles que no afecta la salud de las personas, pero estoy seguro que es mucho menor al volumen musical que colocan en los centros de diversión; entonces, no entiendo como alguien intenta ir a uno de estos lugares a conocer a alguien, si para conocer lo necesitan conversar y en esos lugares no se puede. Tampoco te puede embriagar, no, es prohibitivo pagar 3,50 dólares por una cerveza o 125 dóalres por una botella de wisky de 40.

Es oficial, detesto, aborrezco las discotecas, aborrezco a la clase de gente que va a las discotecas y puede decir que se divierte.

Cometí ayer el error de ir a uno de estos lugares, acepté la invitación porque quería relajarme un rato, des estresarme, conversar un momento y tomarme un trago después de una mala (pésima) semana. Salí peor de ese lugar.

Empecemos:

1) No entiendo el hecho de ir a un lugar a bailar como idiotas, ¿qué estamos celebrando? El problema es que ni siquiera se baila, se brinca en un mismo sitio al ritmo de un estúpido sintetizador (entiéndase música electrónica). No entiendo.

2) No comprendo eso de que un grupo de niñas y mujeres que gritan al unísono SEXO cada vez que la canción lo amerita, son las mismas que se horrizan si un desconocido las saca a bailar. ¿Para que mierda van a uno de esto lugares si no van abiertas a la posibilidad de conocer gente?... Lo que me lleva a mi siguiente punto.

3) Las niñas se arreglan, se ponen vestidos que poco dejan a la imaginación, se pintan con rubor los cachetes y se alisan el pelo, se perfuman el cuellos y la raja de escote ¿para qué? Al final no van a dejar oler ninguna de las partes perfumadas, no entiendo cual es el punto de arreglarse tanto para bailar entre mujeres solas.

Entiendo que el punto de salir a “joder” sea el cortejo, ese juego de coqueteo entre dos personas que, eventualmente, terminarán copulando, pero no, aquí no pasa eso.

Es que al final de cuentas ese es el punto de la tan conocida “farra”, al menos en el fondo no en la forma: una actividad que la han camuflado en entretenimiento cuando la única razón de su existencia es el cortejo, un cortejo que comienza con un baile y termina en la cama, pero no, acá, en esta puerca ciudad, están convencido de que el punto es divertirse, que salir a bailar por el mero hecho de salir a bailar es algo bueno, algo aceptable, algo indispensable en la vida de todo adolescente que espere a convertirse en adulto.

Si usted está pensando que las discotecas son esas que salen en los videos de reggaetón, esos lugares donde los hombres están reventados de músculos y las mujeres están dispuestas a bailar “pegao”, déjeme decirle que no. Allá va a encontrar un poco de gordos que no pueden bailar debido a que pasan fumando en una esquina mientras un grupo de mujeres grita “Sexo, sexo” pero jamás pensará en practicarlo, al menos hasta el matrimonio.

Así que mi consejo pendejo es: si usted quiere torturase tal y como es en las discotecas, súbale el volumen a la radio al máximo, rente una porno, encienda 10 cigarrillos y deje que se consuman (para crear el ambiente de discoteca), valla y pague 100 dólares por una botella de trago que cuesta 30 y no espere el vuelto. Respire el humo, vea la porno (jamás tendrá ese sexo que está viendo porque ninguna de las mujeres saldrá de la pantalla), siéntese cerca del parlante para quede bien sordo y reniegue del hecho de que la botella de trago se terminará antes que usted se embriague. Le aseguro que esa una experiencia similar a la farra.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Cada vez las cosas son más fáciles y sencillas. El mundo está lleno de imbéciles y de incapaces, ellos triunfaron. Triunfamos.

Ya no es necesario que un experto memorice las constelaciones y trace rutas invisibles sobre el mar para que un barco llegue con su carga al destino indicado. Ahora hay una computadora operada por un tarado que a lo mejor no sabe deletrear su nombre, pero que se puede llamar a si mismo capitán.

Los escritores ya no necesitan conocer cada una de las reglas gramaticales, no necesitan saber de la existencia del pluscuamperfecto ni porque se usa, uno escribe y cuando la palabra está mal, el corrector ortográfico la señala y uno aplica el clic derecho del mouse donde de paso están todas las opciones de palabras correctamente escritas.

Incluso ahora las personas tiene GPS en los vehículos que les avisan por donde ir para llegar a un destino, tal y como si hubiésemos perdido ese gusto por perdernos (valga la redundancia).

Cada vez el mundo se acopla a los nuevos idiotas. Es sencillo, muy sencillo, tan sencillo que resulta delicioso regocijarse en la simpleza de las facilidades, del no esforzarse.

Ya no necesito salir a caminar en busca de una manzana cuando la quiero, puedo ir al supermercado y sacarla de la percha, al igual que los demás alimentos.

Ya no hace falta esforzarse por nada, no vale la pena tampoco, tanto así que cuando buenas oportunidades llegan a la puerta no las aprovechamos, no sabemos cómo, porque si no está ahí en la percha en donde es fácil tomarla, debe estar mal, nada puede ser así de bueno, así de sencillo. Nada es gratis en la vida.

Por eso soy incapaz de pelear por las cosas que quiero, soy incapaz de mostrarme vulnerable, soy incapaz de aceptar que por más que algo me saque de quicio, que sea algo que desee poseer, un tomate por ejemplo, no lo voy a hacer. No por respeto, no por decencia, simplemente porque no puedo.

El mundo está hecho para idiotas como usted y como yo, idiotas incapaces de hacer nada por iniciativa propia ni necesidad, simplemente por la acción motora de seguir viviendo. Pues déjeme decirle, vivir está sobrevalorado.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Protocolos

Hay una idea deliciosa, exquisita y hasta romántica en lo que ha robar concierne. Sí, estamos jodidos gracias a nuestro sistema de cambio de objetos por papel moneda, pero lo cierto es que el poder tomar lo que tú quieras, a la hora que tú quieras y si es que te da la gana, me resulta irresistible. De todas formas, las cosas están ahí, si no pudiese ser tomadas imagino que un evento cataclísmico debería suceder que lo impida. Y no sucede.

El otro día mi hermano, un amigo y yo cometimos el robo del siglo: nos sustrajimos un par de bandejas de patio de comidas de un centro comercial X. No lo hicimos por esa malinterpretada rebeldía, no, nosotros nos las robamos porque cuando le pedimos al chico de la caja que nos pusiera el pedido para llevar, el muy cabrón nos quería cobrar un dólar más (y de paso había que hacer una lagar fila para poder pagarlo). Su abuso resultó en la imperdonable sustracción de dos bandejas de plástico que hoy adornan mi cuarto como un trofeo.

¿Estuvo bien? No lo creo, pero tampoco estuvo mal. Es de esas acciones híbridas que ponen en conflicto dos "dilemas morales", una reacción consecuencia de una negación; una acción consecuencia de la ruptura de los protocolos de la amabilidad de un cajero y mi negación a la hora de volver a hacer fila.

Es que nosotros respondemos a protocolos sociales: podemos hacer muchísimas cosas pero al final de cuantas no las hacemos porque solo nosotros nos las impedimos (y porque sabemos que iríamos a la cárcel, o seriamos excluidos de círculos sociales).

De no haber una pena por el robo, todos estaríamos saqueando tiendas y cogiendo cosas que nos encantaría tener, y podemos, solo que no lo hacemos.

Lo mismo sucede cuando hablamos de asesinato, hacerlo es tan sencillo, tan posible e inevitable que hasta un niños con los ojos cerrados y una Magnun 48 en sus manos, lo ha hecho. Un protocolo de decencia que se cumple a regañadientes porque bien que hay un poco de personas que quieran matar a otro poco de personas.

Pero no hay porque ser tan radicales al respecto, podríamos volver a lo más básico: yo no quiero felicitar a una mujer porque salió embarazada, de hecho me encantaría decirle “te jodiste”, pero es difícil, especialmente cuando hay algún vínculo sentimental de por medio. Yo no quiero decirle a la gente “ay que lindo bebe”, tampoco quiero cederle mi asiento en la Metrovía a un anciano. No, no quiero. Tampoco quiero desearle un buen futuro a una ex, me encantaría que se engorde hasta el punto en que no se puede levantar por si sola, si no con una grúa. Yo no quiero decir buenos días cuando amanezca, tampoco quiero desearle buenas noches a un desconocido y mucho menos saludarlo porque da la casualidad que estamos en la misma habitación. No, no quiero, no me gusta.

Protocolo, todo es cuestión de protocolo, de una rutina que seguimos y que no hay como romperla, porque si no ya me hubiesen despedido de mi trabajo, y sin trabajo no hay comida y sigue la puerca línea de pensamiento.

Pero hay que estar consciente de las cosas y de cómo son en realidad, de su sencillez y de lo frágiles que podemos ser antes situaciones cotidianas.

Matar, robar e incluso besar son cosas tan sencillas que son precedidas por un protocolario instante: ese momento en el que uno duda de jalar el gatillo, cuando tiene ese descubrimiento de moral, o cuando uno se detiene solo un inste antes de empujar ese cuchillo más allá de la dermis; o ese segundo en el que dudas guardar cualquier objeto de la percha en tus bolsillos, llevártelo a la casa y disfrutarlo; o cuando dudas sorprender a una mujer, cuando dudas en usurparle esa caricia de los labios. Instantes tan sencillos e imposibles al mismo tiempo, tan próximos pero lejanos a la vez y todo al fin y al cabo porque somos capaces de preguntarnos ¿y qué pasaría si?

Una y mil gracias a mi sucia conciencia por cada frustración que tengo. Gracias.