miércoles, 29 de junio de 2011

A mi edad...

Un día como hoy, hace 22 años, la mejor mujer del mundo entraba en dolores de parto. Su hermana, mi tía, la llevó de urgencia a un hospital en el que después de casi dos horas de insoportables contracciones uterinas, me parió.

Desde el inicio parecía que iba a ser una carga, un dolor para ella, pero aun así, la misma señora que pasó dos horas pujando para que su primogénito nazca, se las arregló para quererlo, criarlo y educarlo.

Como todos en este lugar yo no pedí nacer, simplemente fui ese espermatozoide, el más rápido de grupo, ese del que tanto hablan los clichés y chistes de motivación. Pero aquí estoy, 22 años más tarde, sin un titulo y con una profesión forjada a punta de oportunismos y suerte, viviendo bajo el mismo techo desde hace 16 años, sin méritos que valga la pena recalcar ni resaltar; un tipo semi-adulto de mi generación, amargado y productivo a medias.

En realidad yo esperaba muchas cosas distintas para cuando cumpliera esta edad: hasta los 18 fui un deportista activo, nadador que desde el nombre, intentaba emular a su padre, pero que jamás lo conseguió. En el colegio fui el estudiante más mediocre del grupo: me gradué con un promedio de 15/20, el segundo más bajo de toda la promoción; eso sí, tengo que recalcar que fui de los primeros en conseguir empleo después de salir del colegio.

Hasta ahora me he botado de tres carreras: la primera fue infografía, por vago; la segunda fue teatro, sí, estudie para ser teatrero pero no lo conseguí. La última, de la que no me he botado pero ganas no me faltan, es comunicación social: una necesidad ya que me desenvuelvo como periodista y me exigen, si no es el título, al menos estar cursando la carrera. ¿Hay algo más mediocre que eso?

Lo cierto es que para esta edad, Hendrix ya había aprendido a toca la guitarra… por si solo; Neruda ya había publicado “20 poemas de amor y una canción desesperada”; Caicedo ya había escrito “Los dientes de caperucita”; Dylan ya preparaba las liricas de las canciones que hoy son himnos; Einstein curzaba su diplomado; Gay Talese ya había escrito sus primeras crónicas magistrales; Beethoven ya había compuesto sinfonías enteras; Sucre había peleado y triunfado en batallas de la campaña libertadora… yo espero a que sea el 15 y 30 de cada mes para cobrar un cheque.

Tengo escrito un poemario que nadie quiere publicar (ya nadie publica poesía); he leído menos de lo que para ahora tenía que haber leído, he querido mucho menos de lo que debía hacerlo, he odiado más de lo que era necesario; he envidiado y deseado la muerte a tanta gente que ya perdí la cuenta. A mis 22 años tengo el cansancio de un octagenario, la amargura de heptagenario; y ninguna de estas actitudes es justificable.

A mi madre jamás le renegaré el hecho de haberme parido (de hecho se lo agradezco), de no estar en este planeta (es mi consuelo), jamás hubiese entendido la belleza de una carcajada hasta las lagrimas; no hubiese tenido el gusto de experimentar la euforia que le sigue a los instantes que esperamos; nunca hubiese podido regocijarme después de cada intimidad compartida; jamás hubiese tenido el gusto de sonreír.

Así como no tengo motivos para celebrar mi cumpleaños, tengo un par de excusas para justificar que vale la pena haber llegado a este mundo. Hoy le agradezco a los que, de alguna forma me regalaron esos detalles que no atesoro, si no que me son indispensables para cada 29 de junio, poder entender que no es un año menos de vida que me queda, si no uno más en el que le gané la batalla al tiempo. Muchas gracias.

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