lunes, 24 de febrero de 2014

La fiesta más asquerosa del mundo



La gente le huye a los compromisos familiares que no sean el matrimonio, y lo hacen es porque a nadie le gusta pasar momentos con sus familias, al menos sobrios. Por eso las bodas gozan de popularidad, por la libertad que los parientes tienen para embriagarse en frente de los tíos, madres, abuelas y demás.

Es el alcohol el que hace tolerable todos esos rasgos, mañas y demás costumbres que hacen de los encuentros familiares, algo horrendo.

Quizás por eso es que no hay nada más parecido al cumpleaños de la abuela más vieja de la familia, que las votaciones: proceso electoral al que uno está obligado a ir por compromiso social (literalmente, sin la papeleta de elecciones no puedes hace nada); porque a las fiestas de la abuela más vieja, todos, absolutamente todos están obligados a ir.



Las elecciones son lo mismo, una oportunidad que uno tiene para avergonzarse de lo que ser ecuatoriano significa, tal y como sucede cuando uno aplica el 'trágame tierra' cuando ve al tío más morboso de la familia aplicarle la de galán con las primas y preguntarse: ¿qué hice yo para pertenecer a esta familia?. Uno camina por las calles y ve a los conciudadanos, todos igual de avergonzantes que el tío morboso, expedir sus fétidos aromas con total orgullo mientras se rascan el sobaco con toda naturalidad, con la misma mano con la que después agarran la comida que se meten a la boca. Uno se pregunta: ¿qué hice yo para pertenecer a esta nacionalidad?

Uno en realidad está libre del pecado de haber sido parido en este país, pero está obligado a ir a la 'fiesta de la democracia', uno de las obligaciones que a uno le atribuyen desde que la madre de uno escoge a este país como residencia de su hijo. Para 'participar' de este evento uno debe adentrarse en un tráfico vehícular al que Odiseo le hubiese huido, y convivir con el hecho de que tienen conciudadanos que aprovechan para vender mercadería durante la 'fiesta'. Y cuando hablamos de mercadería hablamos, desde comida, pasando por uñas postizas, limpias ancestrales, batidos de borojó, hasta calzones (3 x 1 dólar). Pero que vendan no es el problema, sino que hay gente que compra.



Uno debe sortear esa pista de obstáculos en la que se convierten las aceras de la urbe en la que uno sufraga, en mi caso Guayaquil, aceras en las que el folclore mencionado anteriormente se hace presente en cada esquina, con el pastor evangélico gritando versos bíblicos en los recintos electorales y con el aceite frito que no hace sino acentuar la humedad del 70% que ronda en el aire, porque la noche anterior llovió, y el resplandor del sol pone a prueba la veracidad de los comerciales de desodorante. Pero a la final todo aerosol para hayaca termina siendo marketing, al menos en esta ciudad.

Pero si después de sortear toda la epopeya de 'la previa' a la fiesta, usted llega al curul donde le toca 'celebrar la democracia', considérese afortunado de que lo reciban con buena cara. Uno bien en el fondo entiende que la persona a la que le tocó estar sentado en esa mesa, recibiendo los votos y posteriormente contándolos, está ahí no por amor a la democracia, si no por obligación y porque, lo más probable, es que no tenga para pagar la multa de no se cuantos cientos de dólares que significa 'fallarle a su deber ciudadano'. ¿Pero la democracia no significa que uno debe tener la capacidad de elegir? ¿Entonces como es que no obligan a votar y esas cosas? ¡¿Qué diablos hizo uno para pertenece a la familia ecuatoriana?!



Luego del voto usted sentirá un alivio que solo puede ser comparado con la noticia de 'ya me bajó la regla', que le da su novia luego de un 'susto'. Uno se siente libre del compromiso ciudadano, libre de pagar la multa que significa no votar, pero igual avergonzado por un sistema que lo sumerge a uno en proceso del que no quiere ser parte. Así, idéntico a lo que uno siente al finalizar una matiné familiar.

Pero acá no acaba el proceso. Usted debe, después todo, sortear nuevamente la epopeya del regreso a donde haya dejado parqueado su carro. Una vez más debe adentrarse en el corazón del folclore nacional, en el calor del sartén lleno de papás fritas, en el hedor del guayaquileño promedio; uno debe lastimar su vista al ver a la guayaquileña promedio que le encanta usar pantalones y blusas dos tallas más pequeñas de la talla que les concierne, observar esa panza celulítica que le brota por la hendidura que se forma entre el jean de color estridente y la blusa de tiritas. A uno no le da conjuntivitis porque ya.



Esta, 'la fiesta de la democracia', es la fiesta más horrenda del mundo; peor que las reuniones familiares que intentan juntar a todo pariente lejano regado en el país, para que los primos se conozcan; peor que el centenario del pariente más viejo de la familia; pero igual, uno es parte de una enorme familia llamada 'Ecuador', parentela a la que uno trata de huirle o tolerar a punta de cerveza.

Pero al menos en los matrimonios uno tiene el whisky como bastón social, a las votaciones uno está, por ley, obligado a ir sobrio porque el día anterior se decreta la ley seca, y ahí sí usted está fregado,

¡Que viva el Ecuador!

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