Hace algunos años el alcalde de la ciudad, de mi ciudad, ordenó que todos los taxistas de cooperativas debía usar guayabera. Era obligación vestir esa horrenda prenda porque, según él, es la vestimenta tradicional guayaquileña.
Las plazoletas, durante estas fechas, las de fundación de la ciudad, se llenan de personas que escuchan amorfinos, 'ilustres palabras' vociferadas por personas disfrazadas de montubios, esos que representan, guardando una abismal distancia, a los juglares, los encargados de pasar la tradición oral por esta parte del país.
En el cielo, los fuegos pirotécnicos encandilan la penumbra. Lo hacen solo por un instante porque, a diferencia de la pomposidad de los espectáculos de los chinos, acá no existen técnicos en espectáculos pirotécnicos.
Por todos lados uno escucha y lee "Guayaquil está de fiesta". Ahora mismo se cumplen 477 de la fundación de esta ciudad y la verdad es que no le veo el motivo de celebración. Tampoco es que sienta que hay una fiesta en las calles; es más, las fiestas de esta maldita urbe son como esas matinés a las que el compromiso te obliga a ir, tu no las disfrutas, es más las detestas porque sabes que hay un poco de niños idiotas que hace ruido y están felices sin saber porqué. Quizás se contentan porque hay torta y cola gratis, porque hay juegos en los que pueden treparse y porque por unas horas el griterío y exceso de malacrianza está permitido.
Los guayaquileños son exactamente como esos niños, celebran sin saber porque. Sí, por todos lados nos dicen que estas fiestas son por la fundación de la ciudad, y a través de propagada te hace creer que es motivo de orgullo. Como a los infantes con la torta y la cola gratis, acá a los idiotas de los ciudadanos les ponen espectáculos gratuitos en las calles y ellos aplauden esa permisibilidad momentánea de excesos alcoholizados que no son diferentes de cualquier otros fin de semana en esta irrisoria ciudad.
Acá no hay arte, no hay deporte, no hay espectáculos, no hay nada. Mientras que, aunque ellos también se quejan, en Colombia las compañías teatrales se pelan las salas por una presentación, acá los teatros cierran porque nadie va a ver las obras. Mientras que en Curitiba celebran el campeonato mundial de su peleador más ilustre, acá nos olvidamos que alguna vez fuimos la cuna del deporte nacional. Mientras que a Lima va Sir Paul McCartney, acá vienen los imbéciles de Romeo, Arjona y el sinusítico de Franco de Vita. Y de paso las entradas a esos shows de mierda son un asalto al bolsillo de la prole.
Porque lo único cierto es que lo que distingue a esta ciudad es su delincuencia. Por lo demás, Guayaquil tiene la misma o menor actividad cultural que Riobamba; los mismos o peores problemas viales que Quito, eso sin contar a las personas que se describen como amables pero que si usted se le cruza en el camino mientras maneja será capaz de insultarle a toda su familia, descendencia y existencia. Yo nunca he visto a ese cálido y amable porteño del que los panfletos turísticos hablan desde hace décadas.
Esta ciudad no tiene tradiciones, no las hay, no se esmere en buscarlas, pasear por el malecón no cuenta como tradición, eso es solo una estupidez.
Acá nos obligan a tomar a los amorfinos como una tradición, la puerca y horrible guayabera y los paseos por las avenidas como una actividad que debe pasarse de generación en generación. Lo cierto es que no creo que ningún ciudadano inteligente se sienta identificado con los macheteros y misóginos seres que cantán cortejos a otras montubias que sonríen con la degradación de la figura femenina; tampoco creo que usted vista guayabera a menos que le obliguen a hacerlo; mucho menos creo que disfrute de paseos por el malecón, en especial cuando en esta mierda de ciudad la temperatura promedio es el 35 grados en sombra y se suda como chancho antes de entrar al horno.
Las tradiciones son, en otros países, cosas de las que uno está orgulloso, como la zorba en Grecia, o los balies célticos en Irlanda; incluso los gringos de Texas con sus rodeos o esa delicia de baile que es el tango, para los argentinos. Esas son tradiciones que no se las impone, sino que se las disfruta, se las dilata entre generaciones porque tienen una historia y no una conveniencia cronológica, no como acá.
Usted vaya a ver como son las fiestas de Buenos Aires, de Atenas o Dublin, vea como la gente se enorgullece en realidad de pertenecer a esa rica cultura, a ese bagaje de historia patria, buena o mala, de ser parte de una comunidad que se llama a si misma ciudad. Y no nos vayamos muy lejos, en Quito, la capital de este miserable país, la gente vive sus fiestas, se trepa en chivas rumberas con esa música bulliciosa pero de la que disfrutan los capitalinos. Tampoco es que digo que Quito está a la altura de las otra ciudades ni mucho menos. Muchos amigos de la ciudad del altiplano podrían golpearme si digo lo buena que es esa ciudad que odian, pero yo a lo que me refiero es a como ellos gozan de sus fiestas. Eso no me lo pueden negar.
Acá en cambio, el guayaquileño pensante, ese que no se contenta con la tarima llena de salseros de antaño que durante su apogeo se negaron venir al país, usa a la cerveza como sedante para adormecer los sentidos, hecharse al dolor, refrescarse un poco del calor que da la guayabera, silenciar en la embriaguez un poco los cánticos de los insoportables amorfinos. Porque solo así, con una borrachera sin sentido, se puede pasar por alto el hecho de que uno está anclado en esta maldita ciudad.
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