No importa cuántas veces la vea yo siempre espero que Francesca se baje de la camioneta para irse con Robert en esa escena de Los Puentes de Madison. Hoy la vi de nuevo y es imposible que no me ponga melancólico al respecto. Al fin y al cabo uno siempre anda en busca de su Francesca, alguien a quien no se ama sino que se le es devoto.
A veces creo que hay mujeres que vienen al mundo con el mero propósito de jodernos la vida. Son tan lindas, tan inalcanzables, tan estúpidamente hermosas que el mero hecho de saber que jamás podrás tocarlas de la forma más indebida, te produce un dolor en el pecho que sólo puedo describir como: ansiedad.
Lo interesante de esta idealización está en lo estúpidos que nos ponemos cuando empezamos a volvernos devotos de las mismas: el país puede caerse a pedazos, puede haber mil y un tópicos más interesantes de que hablar, pero uno lo que único que quiere es hablar de ella. Las borracheras se vuelven solo excusas para poder sacar toda esa frustración que llevas dentro. Sí, las cicatrices de los amores pasados se las lleva en el hígado, no en el corazón.
Pero lo más interesante del “amor idílico” es que cuando se cumple, cuando tienes la oportunidad de hacer lo que querías con aquella persona a la que tuviste en el pedestal, porque empieza esta transición en la que el gusto se convierte en devoción.
Yo prefiero mil veces esto, la devoción, a lo que conocemos como amor: el amor responde a este concepto de propiedad, a esta necesidad que hemos adquirido de sentir nuestras las cosas por el mero hecho de no perderlas y tenerlas a nuestra disposición; aquí es donde aparece la pareja como la estructura idealizada de esto que tan fácilmente encasillamos como amor. Pero la devoción es distinta, es más visceral, más ilógica, más parecida a lo que en realidad entendíamos como amor.
La devoción no responde a motivos lógicos, es casi como la religión, uno tiene una fe ciega en esta idea de la persona y responde a la misma, se entrega por completo. En la calle el amor rebosa: parejas enteras de la mano caminan por necesidad, y aquí lo deplorable del asunto, porque la necesidad de alguien, ya sea emocional, física o material, reside en que, cuando la misma se ausente, uno será infeliz.
Por eso prefiero la devoción, porque las ideas viven con nosotros para siempre e incluso uno puede convivir con las mismas, extrañarla, pero jamás sufrir por su vacio porque en realidad no está ausente, solo se detuvo hasta el siguiente encuentro, ya sea en algunos años o cuando regreses a la casa sonreír como imbécil porque sabes que te vas a topar con la idea a la que convertiste en tu esposa (y créanme que aunque odio la idea del matrimonio y la pareja, conozco a devotos de sus esposas).
Porque a la larga uno solo anda en busca de esa idea, de esa Francesca que no nos acompañe porque siempre tomó la decisión correcta, de esa Nancy a quien amar hasta el cansancio o esa Pamela que nos llore después de ahogarnos en una bañera en Paris; uno quiere una Clementine con la que no dudaría en equivocarse mil veces aún después de que nos borrasen la memoria; porque al final, la devoción no conoce de límites y por ende no sabe de motivos, pero el amor sí, y siempre nos llevará a equivocarnos.
*disculparán el sentimentalismo, pero es culpa de la película de Clint Eastwood*
A veces creo que hay mujeres que vienen al mundo con el mero propósito de jodernos la vida. Son tan lindas, tan inalcanzables, tan estúpidamente hermosas que el mero hecho de saber que jamás podrás tocarlas de la forma más indebida, te produce un dolor en el pecho que sólo puedo describir como: ansiedad.
Lo interesante de esta idealización está en lo estúpidos que nos ponemos cuando empezamos a volvernos devotos de las mismas: el país puede caerse a pedazos, puede haber mil y un tópicos más interesantes de que hablar, pero uno lo que único que quiere es hablar de ella. Las borracheras se vuelven solo excusas para poder sacar toda esa frustración que llevas dentro. Sí, las cicatrices de los amores pasados se las lleva en el hígado, no en el corazón.
Pero lo más interesante del “amor idílico” es que cuando se cumple, cuando tienes la oportunidad de hacer lo que querías con aquella persona a la que tuviste en el pedestal, porque empieza esta transición en la que el gusto se convierte en devoción.
Yo prefiero mil veces esto, la devoción, a lo que conocemos como amor: el amor responde a este concepto de propiedad, a esta necesidad que hemos adquirido de sentir nuestras las cosas por el mero hecho de no perderlas y tenerlas a nuestra disposición; aquí es donde aparece la pareja como la estructura idealizada de esto que tan fácilmente encasillamos como amor. Pero la devoción es distinta, es más visceral, más ilógica, más parecida a lo que en realidad entendíamos como amor.
La devoción no responde a motivos lógicos, es casi como la religión, uno tiene una fe ciega en esta idea de la persona y responde a la misma, se entrega por completo. En la calle el amor rebosa: parejas enteras de la mano caminan por necesidad, y aquí lo deplorable del asunto, porque la necesidad de alguien, ya sea emocional, física o material, reside en que, cuando la misma se ausente, uno será infeliz.
Por eso prefiero la devoción, porque las ideas viven con nosotros para siempre e incluso uno puede convivir con las mismas, extrañarla, pero jamás sufrir por su vacio porque en realidad no está ausente, solo se detuvo hasta el siguiente encuentro, ya sea en algunos años o cuando regreses a la casa sonreír como imbécil porque sabes que te vas a topar con la idea a la que convertiste en tu esposa (y créanme que aunque odio la idea del matrimonio y la pareja, conozco a devotos de sus esposas).
Porque a la larga uno solo anda en busca de esa idea, de esa Francesca que no nos acompañe porque siempre tomó la decisión correcta, de esa Nancy a quien amar hasta el cansancio o esa Pamela que nos llore después de ahogarnos en una bañera en Paris; uno quiere una Clementine con la que no dudaría en equivocarse mil veces aún después de que nos borrasen la memoria; porque al final, la devoción no conoce de límites y por ende no sabe de motivos, pero el amor sí, y siempre nos llevará a equivocarnos.
*disculparán el sentimentalismo, pero es culpa de la película de Clint Eastwood*
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