Michael Murillo debía haber venido ayer a Guayaquil, pero no, él se adelantó dos semanas porque sabía que si el Barcelona Sporting Club ganaba el Clásico del Astillero contra el Emelec, el 4 de noviembre, su equipo era prácticamente campeón del torneo nacional de fútbol. Ayer, miércoles 26 de noviembre, ese pronóstico se cumplió. Después de una década y cuatro años, el equipo de Murillo, ese que había sido víctima de burlas, crisis y demás plagas, finalmente, y sin poner un pie en la cancha, se coronaba con una fecha de anticipación, y por decimocuarta ocasión, campeón del Ecuador.
Fue un traspié del eterno rival del Equipo Canario, el Emelec, el que lo consolidó en la cima. El némesis de los campeones jugó en la capital de la república contra el Deportivo Quito, equipo que por cosas de la vida es dirigido por Ruben Dario Insua, técnico que en 1997 dirigió al Barcelona a su título número trece y el que hasta hace unas horas había sido el último obtenido.
El gol del encuentro vino en el minuto 9 cuando Maximiliano Penilla, del Quito, venció al portero Christian Arana y puso el partido a favor de Barcelona. No del Deportivo Quito, de Barcelona. Cada hincha del equipo amarillo coreó el acierto de Penilla como si hubiese sido un tanto de los suyos. Algunos decían que el gol se escuchó hasta el Perú, y pudo ser porque en Trujillo también hay fanáticos del Barcelona.
Pero la sentencia vino en el minuto 91 del tiempo complementario. Christian Bevacua, del Quito, convierte el segundo tanto, descartando toda fórmula matemática que acumulara puntos para que el Emelec llegue a una final. Así Barcelona era campeón del torneo 2012 y no había quien le arrebate el título.
En la banca técnica del Quito, Insua brincaba de la emoción. Nunca se sabrá si lo hacía por el equipo que dirigía o por el que dirigió. En Guayaquil, la ciudad sede del ahora campeón, la histeria colectiva de se hizo esperar y ese grito enardecido que durante 14 años estuvo trabado en la garganta de cada hincha que tuvo que tragarse las burlas de los contrarios, finalmente vio la luz. "¡Barcelona Campeón!", se gritaba en cada esquina no solo de Guayaquil, sino en todo el país.
Aún quedaba un minuto en el marcador y en Quito los hinchas del equipo amarillo se tomaron las calles tal cual lo hicieran los fanáticos de la Liga de Quito en el 2006 cuando ganaran la Libertadores. En Los Ríos, el comandante general de la Policía de los Rios, Patrio Franco, tuvo que enviar un contingente de uniformados a la cárcel de Quevedo para evitar desmanes entre los reclusos que también festejaban. En Portoviejo, provincia de Manabí, no había como circular porque la avenida principal de la ciudad había sido colapsada por cada uno de los fanáticos del equipo que habían ido a hacer una caravana que terminó en plantón de agradecimiento al Ídolo del Ecuador.
Barcelona era campeón y Guayaquil estaba de fiesta. El transito vehicular colapsó a las 9:30, apenas 20 minutos después de que el partido Emelec - Deportivo Quito finalizara.
En la Victor Emlio Estrada, la calle principal del barrio Urdesa, decenas de miles de hinchas del club torero se citaron tácitamente, tal cual lo hicieron en 8 de julio de este año, cuando el equipo ganase la primera etapa del torneo. Pero esta vez ya no era para celebrar estar en la final. Esta vez era gritar ese título que durante tanto tiempo se les había escapado.
"¡Ahora sí, que se acabe el mundo!", gritaba un hincha que en medio de un tumulto de personas que hace media hora había perdido la cordura y hace 20 el control. Esto segundo por toda la cerveza que se bebió y hasta hoy se sigue bebiendo en nombre del título.
Niños de 10 años, esos que nacieron en el peor periodo de la historia de Barcelona, esos que hubiesen tenido los argumentos suficientes como para declararse fanáticos de cualquier otro equipo, celebraban en medio de adolescentes que crecieron sin poder gritar un título del equipo y de adultos que había extrañado ese fervor absurdo por el equipo que tanto los había hecho sonreír.
Incluso el mismo Isidro Romero, ex presidente del Barcelona y quien organizara la gestión para construir el estadio que hoy poseen, fue a la Victor Emilio Estrada a celebrar. Claro, lo hizo desde el balcón de uno de los restaurantes más exclusivos del sector. Romero celebró a salvo del tumulto y de los borrachos, agasajó al equipo lejos de Dalo Bucaram, el asambleísta e hijo del expresidente Abdalá Bucaram que recorrió las calles a bordo de uno de sus vehículos. Él, no se sabe si por hincha o proselitismo, salió a las calles a gritar el título del equipo en el que durante un corto plazo jugó como profesional. En la calle estaban todos, todos lo que querían y debían estar.
Había tanta gente celebrando al equipo que, al ritmo de cada canción, la marea humana que saltaba hacía que los adoquines de las calles vibraran. La calle temblaba porque Barcelona había quedado campeón, literalmente.
El fervor se vivía en cada calle de la urbe y avanzaba lento hasta la catedral del Barcelona SC, el estadio Monumental, ahora llamado Banco del Pichincha, en donde las barras empezaran, con cánticos, a gritar el título 14. El escenario, la palestra en la que los 11 artistas del gol hicieron esta hazaña posible era el lugar donde los fanáticos querían celebrar, aparentemente.
Pero esa aura mística que el dios del fútbol, Edson Arantes do Nacsimento, alias Pelé, le impregnase ala catedral barcelonista en 1988, cuando el estadio fue inaugurado, fue profanada por sus mismos feligreses.
La noche del miércoles, ya cuando la cordura había abandonado por completo a los hinchas, los fanáticos ingresaron al Monumental, tumbando puertas, destrozando paredes, saqueando camerinos, robándose los equipos de entrenamiento y hasta los balones de fútbol. El estadio quedó inservible hasta el punto de dudar que la final del Campeonato Nacional de Fútbol, se realice ahí.
Con el Monumental profanado, ¿qué podía esperarse del trato que le darían a la sede de su eterno rival y el averno de todo fan del Barcelona, el estadio George Capwell del Emelec?
Una guerra campal se armó a las 23:15 en las afueras del estadio rival. Una marea de emeleccistas enardecidos, de ls que viven cerca del estadio y que son fanáticos a muerte, salieron a defender la integridad de la estructura, haciendo una gresca que hasta el momento sigue en boca de todos.
Del conflicto afuera del Capwell incluso se rumoreó que hubo un muerto. No fue así, pero un medio local lo reportó como tal, todo en nombre de la primicia. Igual herido hubo, y al estadio lo dejaron lleno de grafiti y meado. Porque para el fan no valía solo con ganar el campeonato, había que humillar al contrario.
"¡Liga, te voy a dar una cosa que empieza con V...!", decía todos los hinchas del equipo ya en avanzadas horas de la noche, lo decían mientras pateaban a los carros que no se querían unir al festejo o empujando a los motociclistas que solo querían pasar hasta el otro lado de la calle. A las 1:00 del 27 de noviembre ya no había ley que valiera más que la del hincha emborrachado.
En las copas de los árboles de la Víctor Emilio Estrada había adolescentes embriagados que sin camiseta cantaban los himnos de un equipo del que más de una vez renegaron. El centro de Urdesa tenía más habitante descamisado por metro cuadrado que la amazonia nacional entera, y de poco el comportamiento del fanático se iba pareciendo al de los aborígenes estereotipados por los cronistas de las indias.
Guayaquil fue la capital de caos. El claxon daba la pauta y, en un grito de histeria colectiva, el pueblo se olvidaba que lo que estaban era celebrando.
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La mañana del 27 el país amaneció igual: la misma deuda externa, exactamente la misma tasa de mortalidad y el mismo producto interno bruto. Lo que sí ha cambió fue que las calles rechinaban por los cristales de las botellas rotas la noche de ayer. Lo que también incrementó fueron los números de venta de las compañías cerveceras y la cantidad de adjetivos positivos que en los comentaristas deportivos le segmentaban a la estrella número 14 del Barcelona.
En las frecuencias radiales pocos recordaron que tan solo un día antes, el miércoles, 24 horas antes que el equipo quedase campeón, Roberto Mesa, uno de sus colegas de micrófono y gestor de lo que sería la continuación del museo del 'Ídolo del Astillero', falleció. Él murió sin ver campeonar al equipo de su pasión. Lo sabía, pero no lo vio.
También le pasó a Michael Murillo, que tan solo hace dos semanas, viniendo a ver a su equipo, le dispararon en su cabeza en una gresca entre barcelonistas y emeleccistas en medio del puente de la unidad nacional. Aún no se sabe a ciencia cierta quién ocasionó su muerte. Lo que sí se sabe es que ese disparo le frustró todo cántico de victoria d el partido en el que los amarillos golearon 5 a 0 a Emelec.
Ese día, el de la muerte de Murillo, en el estadio no se hizo ni un momento de silencio. Lo que si hubo fueron los gritos histéricos de lo que gritaron cada gol que sentenció el campeonato nacional de fútbol. Ayer lo volvieron a gritar. Hoy lo siguen gritando y lo hacen porque, entiendo, es hora de celebrar.
Este sábado, el Barcelona Sporting Club, pierda, empate o gane, dará la vuelta olímpica en el estadio que sus mismos fans, esos que ese día aplaudirán, saquearon. Pero igual habrá dos sitios vacíos, tanto en la gradería como en el palco de prensa. Y no importa cuanto campeonato se gane, esos curules jamás se van a llenar.
-continuará-