lunes, 23 de septiembre de 2013

El privilegio es violencia

Estoy en contra de los privilegios, de todos, pero algunos en especial, como la fila para la tercera edad en los bancos o la tarifa preferencial para discapacitados. La primera clase de los aviones no es menos cruel que el hecho de deja pasar a una mujer con niños en brazos al primer lugar de la fila del banco. Eso es violencia de género.

Antes de que empiece a emputarse por lo que digo, cálmese, respire y siga leyendo. Tengo mi distorsionado punto de vista.

Todo privilegio es un abuso, una barbarie sin importar el género o condición social. El parqueo para discapacitados, que también puede ser utilizado por embarazadas (¿estar embarazada es una discapacidad?), la tarifa para minusválidos, los salones VIP, las aplicaciones exclusivas en los teléfonos móviles, y el mantenerle la puerta sostenida a las mujeres para que pasen primero. No hay privilegio que sostenga una lógica valida.

Lo curioso es que la violencia no es hacia la población en general, a 'los completos', sino a las personas con dolencias. Esa constante enajenación de su figura en la sociedad, esa exclusión que se realiza de ellos con el 'hay que ayudarlos porque son menos que nosotros', es el verdadero factor de resentimiento.

Todo privilegio genera violencia:  precios especiales para quienes llevan un carnet que los califica como discapacitados; las ciudades que se adecuan a sus necesidades e incluso se les da trabajo porque la ley lo exige. ¿Hay algo más excluyente que esto, ser empleado no por tus capacidades sino porque una empresa debe cumplir una cuota de trabajadores discapacitados?

Recuerdo hace mucho entrevistar a un señor, un tipo al que la polio lo confinó a una silla de ruedas, y que me dio la entrevista a las bravas. El sabía que el único motivo por el que su exposición de arte era relevante era porque un lisiado pintaba cuadros. 'Estoy cansado de que la gente me ceda el puesto o mire mis cuadros por mi condición. Quiero que se me respete por lo que soy: una persona, un artista'. No me atreví a hablarle después de eso. Tenía un nudo en la garganta, y entendí que lo que este señor menos necesitaba era mi pena.

Si tuviese alguna discapacidad, me negaría a aceptar esa caridad que la sociedad le da a estas personas por todo el suplicio y exclusión; porque un puesto y una tarifa preferencial en el bus no es más que caridad; 'perdón que la sociedad te haya hecho la vida imposible, pero ten, aquí hay un caramelo'. Eso es lo que es el parqueo para discapacitados.

El verdadero respecto están en la equidad del trato. Recuerdo una vez en el banco en la que un mongolito hacía fila con todos los demás mortales de extremidades completas y no entendía porque el guardia lo quería sacar de la fila para ponerlo en otra. El discapacitado mental lo único que quería era 'hacer fila como todos los demás', esa era su deseo. El guardia no lo pudo sacar. Y para mi, ese gesto que nació del afectado, fue el primer paso a una verdadera inclusión social.

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