Magdalena Cangá juraba por lo más
sagrado que estaba poseída. Ella no entendía muy bien lo que “estar poseída”
significaba, pero estaba convencida que esa era su condición. De hecho, hasta
hace siete semanas, Cangá no tenía idea alguna de demonios, ángeles y dioses:
solo conocía del hambre y el frio que la indigencia provocan. Lucifer y los
demás espectros le fueron presentados a la indigente a través de Rocío Avilés,
una pentecostés benefactora que, tras encontrar a Magdalena revoloteando y
convulsionando en una acera del Guasmo Sur de Guayaquil, llegó a la más
acertada de todas las conclusiones: no estaba enferma, no tenia epilepsia;
estaba poseída.
“Desde entonces todo fue más
claro para mí”, dice la indigente mulata mientras se alista para el que iba ser
su octavo intento de exorcismo. “Esto no va a ser fácil, yo sé lo que le digo;
una liberación demoniaca no es nada bonita”, decía Cangá nerviosa. La mañana en
la que Magdalena finalmente se iba a librar de su demonio parecía como
cualquier otra en el templo Pentecostés de Salvación del Guasmo Sur. El pastor
Manuel Calle recibió a sus ocho y fieles feligreses (cuatro hombre y cuatro
mujeres) en la puerta del lugar mientras los mismos se alistaban para lo que
sería una jornada poco convencional.
“No todos los días se libera a
una mujer del demonio”, decía Calle, un pastor autoproclamado exorcista. “Yo
personalmente he liberado a 20 personas de espíritus malignos”, aclaraba el
religioso mientras aguardaba la llegada de “la endemoniada”. En su escaso 1,60
de altura, Calle demostraba mucha seguridad en sus palabras; poco más y daba la
certeza tener las habilidades sobrehumanas, las mismas que las canalizaba a
través de sus instrumentos de trabajo: una biblia forrada de un reluciente
cuero negro, un tarro (sellado) de aceite de oliva marca El Arbolito, “para emergencias” aclaró, y una recién adquirida
guitarra eléctrica marca Primer, con la que iniciaría el ritual.
En el lugar no había nada de denarios, no había crucifijos
ni agua bendita, no había nada de los elementos que durante años las películas
de exorcismos nos han acostumbrado ver;
“Jesús no necesitó de artilugios para liberar a los hombre de los
demonios. Tampoco yo”, decía el pastor mientras buscaba en su Biblia la prueba
de lo que decía. No la encontró.
“Magdalena llegó”, advirtieron los feligreses
del templo mientras veían como la mulata arribaba al templo. Calle cerró su
biblia y se recluyó en un rincón de la iglesia mientras, como boxeador
calentando antes de un combate, se alistaba de la mejor forma: rezando. Esta
iba a ser la octava ocasión que Magdalena y Calle dimitían; probablemente iba a
ser la última porque a diferencia de las siete anteriores en esta ocasión,
había una cámara de fotos presente.
La historia
Magdalena Cangá, quien pide que la
llamen Elena porque su nombre (muy bíblico según ella) no le es digno. Ella es
una mulata de 34 años, 16 de los cuales sobrevivió sola en la calle, robando,
mintiendo y timando a los demás. Solo un par de meses antes de que su
benefactora, Avilés, la encontrara,
había comenzado a prostituirse: solo así podía costear la marihuana, la
base y la cocaína que consumía. Según dicen los fieles de la iglesia, antes de
conocer en persona a la mulata, ellos habían escuchado de una mujer que
deambulaba por las calles, una joven que por huir de los maltratos de quien fue
su pareja, se recluyó en los lugares más marginales de Guayaquil a consumir la
droga que la hizo olvidar su propia historia. “Tiene dos hijitas que viven
ahora conmigo”, dice Rocío Avilés, la mujer que realizó el gran hallazgo y que
cuidó de Magdalena antes de iniciar con los rituales.
“Cuando encontré a Magdalena la
vi convulsionando en el piso. Supe enseguida que el demonio la había poseído”.
Avilés, la pentecostés, es una mujer pequeña que ve al Diablo en todos lados:
en las minifaldas que las jóvenes usan, en la música que se escucha en la
radio; incluso en todas las figuras de santos, crucifijos y denarios. “Yo sabía
tenía problemas y que solo un pastor podía ayudarla. Por eso la obligué a que
me acompañara”.
Magdalena sí tenía problemas:
tenía unas ojeras color marrón que hacían su mirada oscura y profunda; su débil
y espigada figura estaba cubierta por una capa de mugre que semejaba al hollín;
aunque la piel de Cangá es negra se podían aun ver hematomas muy marcados en su
dermis; y el aroma fétido, casi putrefacto que expedía su cuerpo sin bañarse,
eran las pruebas del descuido en el que se encontraba. Hasta antes de conocer
Avilés, Magadalena no sabía el dolor que significa llevar el demonio en su
interior; lo que si tenía muy claro el suplicio que significaba tener que
dormir todas las noche sobre la calzada de una calle y la angustia de no tener
la certeza de saber si al siguiente día juntará suficiente dinero para comer,
ella y sus hijas.
Aunque la mulata tenía claros
signos de desnutrición y enfermedad cuando la encontraron, a ella no la
trasladaron a un hospital, la llevaron a un templo a exorcizarla, al Templo
Pentecostés de Salvación, en el Guasmo Sur de Guayaquil, para ser más exactos.
“Si bien los signos físicos, la
piel lastimada y el descuido, pueden ser un indicio de una posesión, hay muchas
cosas que se tiene que tener cuenta antes de decir que alguien efectivamente
está poseído”, aclara el padre Celso Montesdeoca, el único exorcista autorizado
por el Arzobispado de Guayaquil en la región costa. El padre nunca había
escuchando hablar del la Iglesia de Salvación.
Aunque este lugar se hace llamar
templo (tienen una inscripción en la entrada que lo sugiere), el lugar parece
todo menos un centro religioso; mucho menos un lugar donde puedan sacarle el
demonio a alguien: la puerta de la iglesia es un enrejado de metal oxidado
lleno de puntas filosas, -me pregunté, ¿Cuántas personas se habrán contagiado
de tétano aquí?- Al interior del lugar, las luces están a medio encender.
Imaginé una bruma hollywoodense que antecede a una escena tenebrosa, pero ese
escenario solo existe en las películas de terror. En esta Iglesia lo que si hay
es vapor y calor insoportable: el santuario es una habitación de seis por tres
metros, sofocante y con un aroma a sudor impregnado en los muros. Las paredes
están siempre húmedas, como si de una discoteca repleta de personas se tratara.
La noche en la que llevaron por primera vez Magdalena al templo, había ocho personas
arrodilladas en medio del lugar descrito, ocho fieles que gritaban credos en
forma de alabanza. “Yo lo recuerdo clarito: la señora me trajo engañada, pero
yo no quería venir”, relató Cangá.
“Me asuste porque cuando entré,
lo primero que vi fue a los feligreses de siempre, rezando y gritando. Yo pensé
que me iban a hacer daño”, dijo la mulata. “Cuando trajeron a la joven, ella se
rehusaba a quedarse, gritaba en una lengua inentendible, como si el diablo
hiciera que ella nos tuviese miedo”. Calle recuerda vívidamente el día, pero no
la fecha. Hace memoria para explicar cada detalle: como la obligaron a quedarse
-cuatro hombres fueron necesarios para sostenerla-. “Ella se retorcía en el
piso cuando nosotros le cantábamos los versos del Libro de Marcos, capítulo 5
al 9” -una señal del diablo, muy clara para el pastor-.
“La posesión se caracteriza
cuando un ser humano manifiesta tres síntomas básicos: – explica el padre Montesdeoca-
1 1) Hablar
una lengua inentendible
2 2) Manifestar
una fuerza desproporcionada
3 3) Una
reacción colérica ante signos religiosos
Pero también hay otros tres que no son muy comunes”, aclara
el religioso católico.
Cuando Magdalena llegó al templo,
la noche que descubrieron de su posesión – recuerda el pastor pentecostés-, ella
se soltó de las cuatros personas que la tenía retenida contra el suelo e
intentó arrancar la puerta. “El diablo era fuerte en ella”, dijo el pastor que
relató como la morena se colgó del enrejado de hierro y pateó la puerta hasta
el cansancio; incluso logró soltar dos de las varas que estaban soldadas a la
puerta.
Pero sus delgadas extremidades
consumidas por la drogas la habían debilitado y no tuvo la fuerza suficiente
para tumbar el portón. Veinte minutos después de forcejear con sus captores y
con el enrejado, ella se rindió. Los cánticos cesaron también.
Un silencio invadió el lugar.
“Cuando se calmó, hablamos con ella”, recuerda el pastor; “Le dijimos que
queríamos ayudarla, que queríamos darle posada a ella y a sus hijas, y un plato
de comida todos los días. Eso sí, solo si ella aceptaba venir al templo para
seguir intentando sacarle ese demonio que lleva dentro”. Magdalena aceptó
quedarse ese mismo día y sin mucho pensarlo. “No por la comida ni por tener un
lugar para dormir. Lo hizo por la voluntad del señor”. Para el pastor, esto
había sido un milagro: iba a poder liberarla de su demonio. “Yo no conocía a
Magdalena hasta antes de este primer encuentro. Pero ya que la hermana Avilés
la puso en mi camino a una mujer con un demonio adentro, era mi deber
ayudarla”, aclara tajantemente el pentecostés.
“Las posesiones, el hecho de que
una entidad demoniaca, o divina, entre y tome control de un cuerpo, son muy
pero muy raras”, explica Celso Montesdeoca. El padre aclara que, en la mayoría
de los casos, las personas que acuden para realizarse un exorcismo no están
poseídas. “Lo más común es que sean personas que sufren alteraciones físicas,
como epilepsia; o sufren desordenes sicológicos”.
El religioso explica que, antes de cualquier intervención de
un exorcista, la persona que va a ser tratada tiene que haber sido examinado
por un médico psicólogo o un psiquiatra. “Si los profesionales han descartado
toda explicación lógica, nosotros podemos empezar a ver si se trata o no de un
exorcismo”, aclara el católico.
Lo mismo sucede con los testigos
de Jehová, rama que al igual que la pentecostés, no tiene que responder en
ninguna instancia a la Santa Sede: el Vaticano.
“No no podíamos perder el tiempo,
la hermana Elena estaba siendo torturada por el demonio. Ella tenía que ser llevada
donde un pastor”, dijo Rocío Avilés dando a entender que nunca consultó a
ningún profesional.
“En el caso de la iglesia
católica –aclara Montesdeoca-, no podemos recibir así a las personas. Peor si
se trata del caso de una mujer que estuvo expuesta a drogas que alteran la
percepción de la realidad”, puntualiza el exorcista católico, el mismo que
recalca la rareza de los casos confirmado de posesiones en el mundo: durante el
pontificado de Juan Pablo II, la Santa Sede Católica solo reconoció tres casos
de posesiones demoniacas en todo el mundo.
El exorcismo, la
octava es la vencida.
Aquella mañana, la del exorcismo,
Magdalena abrió las puertas de su vida al mundo, al lente de una cámara de
fotos: era el día en que finalmente se iban a deshacer de ese demonio que ella
aseguraba, llevaba dentro.
Instantes antes de entregarse al
espectáculo, Cangá había disfrutado de un desayuno como pocos: un bolón de
verde y chicharon bañado en jugo de bistec, café negro y un zumo de
naranja. Su estómago estaba a punto de
explotar. El abdomen se le había hinchado como a los gatos lánguidos que
después de un buen alimento, no pueden ni pararse de lo llenos que están. “No
sé si sea mi última comida y por eso la disfruto”. Luego de esas palabras, la
protagonista de este relato se aventuró una vez más al templo.
En su mirada había cierta
angustia, como si no supiera que esperar del exorcismo. “No es la primera vez.
Las últimas siete no han sido nada bonito”. La mulata agarra un par de panes de
la mesa del desayuno y los guarda en su pantalón, “las reservas”, dice.
Magdalena había pasado las últimas siete semanas de su vida en la casa de Rocío
Avilés: una humilde vivienda a tan solo dos cuadras del templo y a tres cuadras de la fritada del Guasmo;
siete semanas fuera de la calle.
“Magdalena aprendió a vestirse correctamente”,
dice Avilés. “Es fácil caer en la tentación y en los vicos. El diablo está en
todos lados, carcomiendo la conciencia. Esta en los malos pensamientos de las
personas, en la droga que consumen los drogadictos, en la lujuria de los
jóvenes mientras bailan y hacen el amor. El diablo está presente en el morbo de
usted señor periodista y de sus ganas de fotografiar este evento”, dijo
mientras abrazaba a la mulata como abraza una madre a un niño cuando intenta
protegerlo del bochorno.
Pero Magdalena no tenía miedo de
hablar. “La última vez que intentaron liberarme el diablo se manifestó tanto en
mi que nadie en el templo pudo contenerme”. La negra cuenta un poco de sus
últimos dos exorcismos: cuando rompió tres sillas al arrojarlas al aire y reventarlas
contra las paredes del templo; cuando estrelló el micrófono del pastor contra
el suelo y lo rompió todito; de cómo, durante un rito, agarró a uno de los
feligreses por la camisa y la destrozo toda, lastimándole el pecho al pobre
hombre; ella relata cómo los ocho presentes no podían mantenerla quieta en el
piso, no podían sujetarla mientras ella (asegura que lo hacía inconscientemente),
intentaba arrancarle la Biblia de las manos del pastor.
Pero por más inconsciencia que
aseguraba tener durante sus posesiones, Magdalena recordaba hasta los últimos
detalles de cada rito, incluso de la vez que fue rescatada por la pentecostés.
“Si no hubiese sido por Doña Rocío y el pastor, yo jamás hubiera podido
entender lo que me sucedía”, aseguró.
-“Ya llegó Magdalena”, se escuchaba mientras la morena se
acercaba al templo.
-“¿Lista
hermana para librarte de ese demonio?”, le preguntó el pastor.
Magdalena solo asintió con la cabeza.
Mientras el religioso se
preparaba para comenzar el ritual – destapa el aceite de oliva y selecciona el
libro de Pedro, capítulo 5, versículo 8;
hace un recuento de sus proezas milagrosas. “Es como si ellos supieran
que yo los puedo derrotan y me buscan. Por eso Magdalena llegó a mi”.
De haber sido un encuentro de
box, este hubiera sido el momento exacto en el que la campana sonaba para dar
inicio al combate (¡ding!), o mejor dicho, el octavo asalto.
Los ocho presentes y Calle
hicieron un círculo alrededor de la poseída mientras, al unísono, coreaban los
versos santos. Magdalena, que hasta hace un par de minutos era una mujer
cualquiera, con un pasado poco común, pero con un futuro incierto, dejó la
compostura para empezar a empujar a los feligreses, maldecir y vociferar, según
el pastor, versos satánicos.
“Libérala Changó”, gritaba Calle
con biblia en mano, mientras veía a la mulata luchar contra los pentecostés.
Uno de los feligreses logró tomar
a la mulata por la cintura y con la ayuda de los otros siete fieles, lograron
tumbarla al piso e inmovilizarla. En ese instante recordé una frase que me dijo
mientras caminábamos al lugar: “Quizás esta sea mi última comida. Tengo que
disfrutarla”. ¿Qué sucedería si en esta ocasión Magdalena finalmente se librara
del demonio que llevaba en su interior?
“A Magdalena le tenemos una sorpresa para el final”; la
señora Avilés guardaba un secreto que no me quiso decir, “solo puedo prometerle
que Magdalena no quedara desamparada”.
Magdalena no sabía de sorpresas y
por eso se retorcía en el piso una vez más. En medio del ritual, del “tire y
jala” en el que se encontraban todos los feligreses; Cangá se las ingenió para
soltar una mano y agarrar a Doña Avilés por el cabello. Con su mano, apretando
firme las hebras del grasiento pelo de la pentecostés, zamarreaba el cráneo de
la mujer de un extremo al otro. “Suéltala demonio”, le gritaban. Pero la morena
no la dejaba libre.
“Libérala demonio”, gritaba Calle con biblia en mano.
Esos instantes en los que
Magdalena maltrató a Doña Avilés parecieron eternos. Aunque disimulando, Magdalena
parecía aguantarse las ganas de sonreír mientras arrancaba el cabello de su
benefactora. No tenía intensiones de dejarla libre.
En el forcejeo recordé una frase que la morena
me dijo: “Doña Avilés es buena. Pero es demasiado estricta”. Toda su vida,
Magdalena vivió en las calles, donde “perdón” y “gracias”, solo son
expresiones, palabras sin significados aparentes. “Doña Avilés me obliga a
decir ‘gracias’ a cada momento. Por todo tengo que pedir disculpas. No es fácil
acostumbrarse a eso”.
Endemoniada o no, Magdalena iba a
tener que pedirle disculpas a Doña Avilés después de lo que le hizo. “Cuando el
diablo me posee yo dejo de ser yo. Es como si perdiera el conocimiento durante
todo ese tiempo”, lo recordaba cada vez que podía.
“Libérala demonio”, gritó Calle por última vez, con biblia
en mano, esta vez arrojando lo que quedaba de aceite de oliva a en el tarro,
sobre el cuerpo de la mulata.
Justo cuando los feligreses
lograron soltar a Doña Rocío de las garras de Magdalena, esta empezó a
calmarse, “¿se fue?”, preguntó uno de los feligreses que participó el forcejeo.
Una súbita paz invadió el lugar
–en realidad todos dejaron de gritar y hubo silencio-. Magdalena yacía exhausta
en el suelo, y los feligreses agotados de tanto forcejear, dejaron a la mulata
tendida en el suelo. Finalmente, después de ocho intentos, habían vencido, o al
menos eso era lo que Calle y los feligreses aseguraban.
Entre los presentes tomaron a la
mulata por los brazos, la levantaron de suelo para poder sentarla. Calle
intentaba refrescar a la mulata ventilándola con un periódico viejo.
“Ya es hora de decirle”, le susurró Avilés al pastor: era
hora de darle la sorpresa a la morena.
“Magdalena”, le susurro Avilés al
oído. Los ojos negros de la mulata se abrieron muy poco, lo suficiente como
para poder ver a su benefactora. “Perdón por el cabello”, le dijo Cangá.
- “Ahora no vas a
vivir en la calle Magdalena”, le susurró la pentecostés.
- “¿Pero, ya no voy a
poder vivir con usted doña Avilés?”, le respondió la mulata.
- “Eso es cierto”,
le aclaró su benefactora.
Con los ahorros de la iglesia, con el aporte
de todos los fieles, Calle había logrado conseguir alquilarle una habitación a
Magdalena. “Queda en una casa que está a solo dos cuadras del templo. Así no
tendrás excusa para faltar”, le dijo el pastor. El comentario de este arrancó
una carcajada de sus feligreses y una pequeña y picara sonrisa de los labios de
Magdalena.
Cuando los fieles hacían un impulso por cargar
a la mulata hasta su nuevo domicilio, Magdalena hacia un último esfuerzo por
ocultar la sonrisa en su rostro. Fue precisamente en ese delicioso instante,
esa sonrisa en medio de sus labios de ébano, la que me dio a entender que ella
se había salido con la suya.
Mientras los feligreses colocaban a la mulata
su nueva morada, el pastor Calle y Doña Avilés se regocijaban de alegría una
vez más de haber triunfado sobre los demonios. Quizás, en alguna forma si lo
hicieron; de cierta manera, Magdalena Cangá se había liberado de esos demonios
que durante dieciocho años la habían atormentado. Bajo techo y con una
refrigeradora llena de comida, la indigencia, el frió y el hambre, eran solo un
mal recuerdo.
El fin
Cuatro meses después de exorcismo
regresé a la iglesia Pentecostés de Salvación. Tan solo un mes después de haber
liberado a Magdalena, ella abandonó el cuarto que le habían alquilado y
desapareció de la vida de los feligreses. “Ya si la mujer no quiso hacer nada
para estar lejos de sus demonios yo no puedo hacer nada. Yo la dejé libre”,
dice el pastor, el mismo que lamenta que la mujer haya regresado al mundo de
las drogas.
Las hijas de Magdalena le fueron
entregadas a una tía de la mulata. La señora dio con el paradero de Magdalena
cuando aún vivía a dos cuadras del Templo Pentecostés de Salvación y fue
ubicada por los fanáticos religiosos. Ella tuvo que responder por las pequeñas
cuando la mulata desapareció.
Avilés dejó la iglesia de Calle
(porque se cambió de domicilio) y se la volvió a ver, por última vez,
revoloteando, poseída por sus demonios, cerca de una iglesia en las cercanías
de Capitán Najera, o al menos los feligreses juraron que era ella. “No volví a
saber de la hermana Avilés”, dice Calle el mismo que aun asegura que dejó libre
de demonios a la mulata.
Nadie sabe nada de Magdalena,
donde fue a parar o siquiera si sigue viva. “Dicen que alguna vez la vieron
vagando en las calles, nuevamente víctima de esos demonios que la acosaron”,
dice el pastor, el mismo que pide a Dios todas las noches por que la cuide
donde quiera que esté. “Quizás necesitaba más ayuda que la que le pudimos
brindar”, dice. Solo opina.