Ya no puedo ir al baño sin mi celular. No puedo ir al lugar sin ponerme nervioso al no poder revisar el Twitter, chequear el Instagram o ver algún video en Youtube. Antes, nuestros padres, tenían revistas o libros que hacían un poco más productiva la espera del descenso del bolo fecal. Ahora en el baño la mierda no solo la expulsamos nosotros sino que también nuestros teléfonos.
Es triste pensarlo. Se supone que el baño es el lugar más personal de nuestro hogar y de nuestro lugar de trabajo. Hoy, el baño, se ha convertido en un lugar más invadido por las redes sociales. La gente hace mofa de sus desperdicios en Twitter y las niñas, las más idiotas, se toman fotos con los calzones abajo para subirlas al Facebook. La foto frente al espejo y el retrete en el fondo, me parece, es una necesidad biológica (como lo es el orinar) para las quinceañeras con smartphone nuevo.
Hoy el baño es un lugar divertido y no se supone que debería serlo. Bueno, solo para los adolescentes que lo usan para masturbarse.
A ese cuarto lleno de azulejos uno iba a, por unos instantes, encontrarse consigo mismo. Ya sea para esa actividad inmunda de 'hacer la 1 y la 2', cepillarse los dientes o ducharse, en el baño uno se encontraba consigo mismo, desnudo o parcialmente desnudo, libre de todo complejo y/o vergüenza.
De pequeño recuerdo que yo jugaba frente al espejo; quería ver si en algún momento me podía mover más rápido que mi reflejo. Hoy lo único que hago es revisar el celular o inspeccionar que la videollamada no esté abierta y así ahorrarme algún bochorno en bolas que pueda hacerse viral en internet.
El celular le quitó esa estampa de templo que tenía el baño. Al menos, para mi, este cuarto era ese templo en donde uno podía verse al espejo, hacer muecas, creerse alguien más; existe también algunos enfermos que cantan en la ducha y está bien, eso es lo que se hace en el baño: perder la vergüenza para encontrarse con uno mismo. Es casi lo que se supone deberían ser los confesionarios cristianos.
Ahora el celular y sus notificaciones, las fotos en Instagram y demás vainas no hacen más que quitarnos atención de nosotros mismos y volcarla a una diminuta pantalla en la que proliferan ejemplos idiotas y modelos de compañías que no hace sino recordarnos que esa imagen que vemos en el espejo, la nuestra, debe darnos vergüenza. La publicidad encontró la forma de colarse hasta el baño.
¿Es mi culpa? Sí. El que desarrolló esa dependencia a las redes sociales fui yo. Claro, seducido por los estímulos visuales más deliciosos o los chistes más puercos (en el caso de Twitter), hacen del teléfono un ítem más indispensable para el baño que el mismo jabón.
El otro día no más, en la oficina de mi mamá, tuve que ir de urgencia al baño. El intestino se puso juguetón y tuve que meterme al cuarto con el retrete de golpe, sin ver que había dejado mi celular afuera.
Al interior del baño y tras notificar que estaba sin mi smartphone, y con los pantalones abajo, salí un momento del lugar para recoger mi celular. En el momento que abrí la puerta, una señora ingresó a la oficina de mi vieja y yo, cual pervertido, estaba en la mitad con los pantalones abajo. No me tocó más que meterme al baño sin mi celular.
En ese cuarto, y sin ese pedazo de tecnología, recordé todo eso que me gustaba de la intimidad del baño. Ese silencio, el periodo de reflexión que uno alcanza en esos minutos. En el piso había una revista del 2002. Me devoré un unos cuatro artículos. En el trayecto descubrí sobre la vida de Roberto Saviano (es escritor de Gomorra) y, para mi desgracia, sobre consejos de hidratación que mejoran la digestión de las personas. Cosas que uno no aprende con el celular en la mano.
Al salir del baño lo primero que hice fue salir a tomar mi celular para revisar de todo lo que me había perdido en ese tiempo. Igual, no valía la pena. Entre chistes sobre el aborto y par de fotos de comida, más aprendí con la revista y más me divertí pensando: ¿quién carajo diseña los dibujitos que van impresos en los papeles higiénicos?
Eso pienso sin mi celular. Tampoco esperen que reflexione sobre Nietzsche.
Es triste pensarlo. Se supone que el baño es el lugar más personal de nuestro hogar y de nuestro lugar de trabajo. Hoy, el baño, se ha convertido en un lugar más invadido por las redes sociales. La gente hace mofa de sus desperdicios en Twitter y las niñas, las más idiotas, se toman fotos con los calzones abajo para subirlas al Facebook. La foto frente al espejo y el retrete en el fondo, me parece, es una necesidad biológica (como lo es el orinar) para las quinceañeras con smartphone nuevo.
Hoy el baño es un lugar divertido y no se supone que debería serlo. Bueno, solo para los adolescentes que lo usan para masturbarse.
A ese cuarto lleno de azulejos uno iba a, por unos instantes, encontrarse consigo mismo. Ya sea para esa actividad inmunda de 'hacer la 1 y la 2', cepillarse los dientes o ducharse, en el baño uno se encontraba consigo mismo, desnudo o parcialmente desnudo, libre de todo complejo y/o vergüenza.
De pequeño recuerdo que yo jugaba frente al espejo; quería ver si en algún momento me podía mover más rápido que mi reflejo. Hoy lo único que hago es revisar el celular o inspeccionar que la videollamada no esté abierta y así ahorrarme algún bochorno en bolas que pueda hacerse viral en internet.
El celular le quitó esa estampa de templo que tenía el baño. Al menos, para mi, este cuarto era ese templo en donde uno podía verse al espejo, hacer muecas, creerse alguien más; existe también algunos enfermos que cantan en la ducha y está bien, eso es lo que se hace en el baño: perder la vergüenza para encontrarse con uno mismo. Es casi lo que se supone deberían ser los confesionarios cristianos.
Ahora el celular y sus notificaciones, las fotos en Instagram y demás vainas no hacen más que quitarnos atención de nosotros mismos y volcarla a una diminuta pantalla en la que proliferan ejemplos idiotas y modelos de compañías que no hace sino recordarnos que esa imagen que vemos en el espejo, la nuestra, debe darnos vergüenza. La publicidad encontró la forma de colarse hasta el baño.
¿Es mi culpa? Sí. El que desarrolló esa dependencia a las redes sociales fui yo. Claro, seducido por los estímulos visuales más deliciosos o los chistes más puercos (en el caso de Twitter), hacen del teléfono un ítem más indispensable para el baño que el mismo jabón.
El otro día no más, en la oficina de mi mamá, tuve que ir de urgencia al baño. El intestino se puso juguetón y tuve que meterme al cuarto con el retrete de golpe, sin ver que había dejado mi celular afuera.
Al interior del baño y tras notificar que estaba sin mi smartphone, y con los pantalones abajo, salí un momento del lugar para recoger mi celular. En el momento que abrí la puerta, una señora ingresó a la oficina de mi vieja y yo, cual pervertido, estaba en la mitad con los pantalones abajo. No me tocó más que meterme al baño sin mi celular.
En ese cuarto, y sin ese pedazo de tecnología, recordé todo eso que me gustaba de la intimidad del baño. Ese silencio, el periodo de reflexión que uno alcanza en esos minutos. En el piso había una revista del 2002. Me devoré un unos cuatro artículos. En el trayecto descubrí sobre la vida de Roberto Saviano (es escritor de Gomorra) y, para mi desgracia, sobre consejos de hidratación que mejoran la digestión de las personas. Cosas que uno no aprende con el celular en la mano.
Al salir del baño lo primero que hice fue salir a tomar mi celular para revisar de todo lo que me había perdido en ese tiempo. Igual, no valía la pena. Entre chistes sobre el aborto y par de fotos de comida, más aprendí con la revista y más me divertí pensando: ¿quién carajo diseña los dibujitos que van impresos en los papeles higiénicos?
Eso pienso sin mi celular. Tampoco esperen que reflexione sobre Nietzsche.
Bolo fecal? que gran idea. Estaba buscando la manera de aliarme con papel higienico Scott. Revolucionaremos el mercado. Aun mas q con el bolo de mango con sal.
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