Soy un comemierda profesional. De los que carga esa figurativa cuchara de plata para ir atorándome de bocados de mierda por cada cosa que me suceda, o lo suceda al mundo.
Soy capaz de sufrir por todo y casi nada me entretiene.
Mi vida, aunque con privilegios, la siento abúlica; y no por carente de sentido, sino porque en serio no logro lucrar de lo que me gusta. Y sí, acá estoy describiendo a más del 95% de la población mundial que tiene que conformarse con tener algo para comer, que dedicarse a perseguir pasiones.
Detesto casi todo, y no disfruto de casi nada.
Mis sábados por la noche son de pasar frene a una televisión viendo películas que no disfruto junto a una mujer que amo y me dejó pasar el resto de sus días junto a ella. De las pocas cosas donde la vida me sonrió, porque cualquier otra mujer ya me hubiese dejado. Por aburrido.
Quizás nos amamos porque tenemos esa capacidad única de no disfrutar de nada. Sufrimos de una impotencia lúdica contra la que, al menos yo, trato de combatir, pero tengo 33 años de constantes derrotas. Y sé, lo sé, que está mal. Pero no lo puedo cambiar por más que he tratado.
No está bien ir por la vida refunfuñando del tráfico y maldiciendo a los meseros por no apurarse con mi orden. Y me contengo. Porque no hay coraje que mueva el tráfico, y porque no quiero que me escupan la comida.
Pero es una vida que solía disfrutar, esto de ir odiándolo todo. Pero ya no.
No soy un crío. Soy un adulto resentido que no puede exorcizar esos demonios infantes. Al menos no del todo.
Dos años de terapia me ayudaron mucho, porque creería que de no haberlos recibido, estaría muerto. Pero quizás faltaron unos dos más para terminar de dar la vuelta a la página, a ese manual de la vida donde enseñan soltar la cuchara, y en donde se aprende a dejar de comer tanta mierda.
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